La madera: tala y transformación
Martín Simón Martínez
Artículo publicado en el número 45 de la revista Argutorio , año 2021.
Es un día de verano, luminoso y sofocante, de esos en que es obligado el descanso lejos del sol. A media tarde no hay todavía demasiada gente en la plaza. La galbana se ha apoderado de los presentes; apenas hablan, solo se percibe algún que otro canto de golondrinas y los leves ladridos de bienvenida de Rucio.
¡Cuántas tertulias habrán presenciado estos castaños centenarios que embellecen y dan alivio al lugar!
Hoy, algo rezagado, acude al ágora el tío Conia con su amigo Nicolás. En cuanto llega, impaciente, traslada a los presentes su habitual saludo:
– Buenas tardes nos dé Dios. -Y sin reposar, agrega-: Me acompaña Nicolás, mi entrañable amigo. Seguro que os seducirá con su fácil y amena conversación.
Nicolás es también alto, algo rechoncho, de tez morena y pelo blanco que oculta bajo una gran boina, ya desteñida por los años. Sus ojos azules y vivarachos transmiten alegría; su nariz chata presume de eficiencia, y su boca, algo desdentada, maneja con soltura las palabras.
– Muy buenas, acomódense –responde Casqui, uno de los presentes, como desperezándose.
– Me conocen por Colás y soy de Villausana –espeta el buen hombre, prodigando satisfacción a raudales, y añade-: Me dice Conia que tenéis muy animadas tertulias todos los días bajo el cobijo de estos hermosos árboles y que os satisface conocer la vida y las historias de aquellos tiempos tan añorados de nuestra niñez y nuestros abuelos.
– Hoy estamos adormilados, el calor nos aplana -cuchichea Chirri con la vista perdida.
– Aprovechai, que a mi amigo se le escapan las palabras, no puede vivir en silencio –dice Conia orgullosa y socarronamente.
– Hace unos días –salta Casqui, aprovechando la visita del forastero y tratando de dar con el misterio-, husmeando en el antiguo taller de la casa, encontré un artilugio un tanto raro sobre la pared, como un serrucho enorme, largo y con sendos palos en sus extremos.
– Colás, dejando escapar una pícara sonrisa, exclama con agrado y sin aspavientos:
– Ese instrumento del que hablas es un tronzador, al que hoy ha derrotado otro, más rápido y eficiente: la motosierra. En mi niñez era la herramienta que, con el machao y las pinas, utilizábamos para cortar y trocear los árboles. El talado lo iniciábamos con el machao –prosigue, ávido de explicación- dando un corte horizontal y profundo en forma de cuña y próximo al suelo en el lao del pie del tronco hacia donde intuíamos -o preferíamos- que se iba a producir la caída. Seguidamente, en la parte opuesta, dos operarios colocaban el tronzador transversalmente, con la lámina perpendicular al madero, y daban comienzo, con sus manos asidas al pino de la empuñadura, al movimiento de vaivén que conseguiría completar el corte en busca del tajo anterior. Cuando el tronzador estaba ya muy próximo a la cortadura del machao, el árbol se estremecía y gemía con suaves restralletes. Era un momento en el que los taladores habían de ser muy hábiles, pues un leve descuido podía motivar su atrapamiento en la caída. A veces, impertérrito, se resistía a dejar su posición de firme, como burlándose, y era preciso vencerlo introduciendo con la maza unas pinas de hierro -o de madera- en la ranura del tronzador, hasta que se rendía; y él, exhausto, se inclinaba y se desplomaba con gran estruendo. Ahora, ya entregado, llegaba el momento de descañarlo, tarea que efectuábamos cuidadosamente con el machao o machada. Con el árbol desnudo, se procedía a despedazarlo; pero antes era necesario marcar los roldos. Uno de los operarios tomaba una vara de dos metros y medio e iniciaba desde el pie del árbol la medición, mientras otro jornalero o él mismo hacía la farpa en el extremo con la macheta. A continuación, dos trabajadores -a veces chavales de la familia- principiaban el despiece con el tronzador. Cuando eran necesarias vigas y tijeras cortábamos más largos los tramos. Las picotas y las partes restantes las aprovechábamos para otras necesidades, como carreras, cargaderos, estantinas… Allí mismo en el prao, y no pocas veces, se les quitaba con el machao a roldos y vigas su casca y nudos, grandes e irregulares por las podas efectuadas en la obtención de la hoja, alimento invernal de ovejas y cabras.

– ¡Córcholis! ¡Vaya trabajos más penosos…! -salta Chirri asombrado, y prosigue-: Esos troncos tendrían que ser aserrados en piezas para su empleo en los diferentes elementos artesanales: tablados, puertas y ventanas, tabiques, muebles y demás útiles del hogar. He visto en la casa de mi familia, con algo más de dos siglos, las tarimas de madera de chopo y roble fijadas a las vigas con clavos de herrero cuidadosamente embutidos. La transformación en tablas tuvo que ser una empresa difícil para nuestros ancestros, no solo por el esfuerzo sino por las escasas y rudimentarias herramientas de entonces.


– En los años cuarenta y cincuenta -vuelve Colás-, en el Valle del Turienzo especialmente, eran portugueses quienes conseguían transformar los troncos en tablas, vigas o traviesas. Los serradores, mediante un hilo entintado y tenso, señalaban la línea de corte. A continuación, colocaban el madero apoyado, un extremo en el suelo y el otro sobre una gran burra. Uno de ellos se instalaba en lo alto, sobre el final del palo, y el otro se tumbaba bajo él en el suelo. Los artesanos, usando un gran tronzador, unían sus fuerzas en un movimiento de vaivén; la sierra avanzaba lentamente sin abandonar la señal hasta alcanzar el extremo opuesto. De esta forma, y poco a poco, iban obteniendo las distintas piezas diseñadas. Eran unos verdaderos expertos. Algunos de ellos terminarían afincados y formando familia en algunos de estos pueblos maragatos (Turienzo de los Caballeros y Santa Colomba de Somoza principalmente).
Creemos que, por los grandes tronzadores que aún se conservan en algunas casas y los testimonios de nuestros abuelos, se venían haciendo estas faenas de una forma similar en la comarca desde muy antiguo.
– ¿No había aserraderos en la zona –vuelve Chirri, con cierto asombro e incredulidad- que facilitasen estas labores en esa época?
– En la ribera del Turienzo, no – contesta Colás muy rotundo.
– En el valle del Duerna –interviene Conia, acercando el dedo índice a la nariz tratando de ahuyentar una mosca- ya existían serrerías que hacían estas tareas más sencillas y rápidas: la de Alejo Alonso, en Filiel; la de Pablo Martínez, en Chana de Somoza, y la de Saúl, en Luyego. Creo recordar que llegó a funcionar, aunque por poco tiempo, en Molinaferrera en los años cincuenta la de Pedro Alonso “El tío Pedrín” (1)
.
– Vemos que conocen muy bien estos trabajos –exclama Chirri, que agrega con expectación y mirando a Conia-: En una próxima tertulia estaremos muy gustosos de escuchar sus sabias y certeras palabras sobre estas serrerías.
– Bueno, amigos -retoma la palabra Colás dejando escapar una leve sonrisa-, la tarde avanza y he de regresar a casa. Conia, en próximas tertulias, os seguirá instruyendo, seguro que con muy buen tino, ya que él, siendo rapaz y mozo, trabajó en la sierra del tío Pablo de Chana.
Se despiden con entusiasmo: Conia, con un hasta luego, y Colás, agradeciendo la atención y amabilidad dispensadas, con estas palabras:
– Me voy muy satisfecho y orgulloso de estos coloquios. Si vais por mi pueblo, no dejéis de hacerme una visita, me llenará de gozo.
Nuestros amigos, con Rucio a su lado, se pierden por la calle El Valleyo en una muy animada conversación. Ya en el camino de Villausana, se funden en un abrazo: Colás inicia la marcha hacia su pueblo y Conia regresa a la plaza precedido de su perrito, su fiel acompañante.
Mientras el sol, en su camino hacia el ocaso, dibuja siluetas alargadas, los veraneantes permanecen en la plaza gozando, además del ambiente habitual de concordia, de una temperatura acogedora.
Abundan, como es usual, deseos de chanza e historias. Los rapaces corretean concentrados en sus juegos y travesuras; las golondrinas, vencejos y aviones, entre revoloteos y chirríos interminables, pueblan los cables del tendido eléctrico; Marqués dormita al lado del crucero, y Rucio, que llega, se le acerca juguetón.
– Ya estoy de vuelta –espeta Conia, saludándolos con la mano, y apostilla-: Os veo muy entretenidos y dicharacheros.
– Ya sabe que ha adquirido una deuda con nosotros –exclama Casqui, mientras dibuja una leve sonrisa.
Cuando por fin ocupó Conia un espacio en el banco, les soltó:
– Espero en un próximo paseo cumplir la promesa. Y, mientras hace una breve pausa, un pensamiento le distrae: Si por ventura pudiese recrear aquellos quehaceres en la máquina de Pablo… ¡qué gozo! Y regresando al coloquio, continúa:
– ¡Qué bello y grandioso atardecer! Decíamos en aquellos tiempos: «Rubianas parriba, pastoricos buena vida, rubianas pabajo, pastoricos mal trabajo».
– Y puesto que mañana promete un excelente día, como insinúa el dicho -salta Chirri con una sonrisa picarona y provocativa-, nos podemos acercar a Chana. Cuente con mi auto.
– Y con el mío, también -replica Casqui aprobándolo.
– Chana -empieza la presentación Conia frotándose las manos y con unos ojos que le saltan de gozo -es hoy un pueblecito de muy pocos habitantes (entonces sobrepasaba las doscientas almas) que se halla en una pequeña meseta rocosa mirando al Teleno y que, cual balcón, contempla el río que allá abajo culebrea tratando de huir hacia las tierras bañezanas mientras, de trecho en trecho, se topa con presas de piedra y leña que le roban sus cristalinas aguas. Sus gentes vivían principalmente de su fértil vega de los Linares. Allá, en el paraje del Mayán (2)y en la margen izquierda del Duerna, heredó Pablo de sus mayores un pequeño molino maquilero.
– ¡Qué lindo amanecer y qué bello panorama henchido de luz y color! -susurra el anciano apoyado en el barandal del corredor, mientras contempla el precioso robledal de Villar de Ciervos.
Abandona el lugar, baja la antigua escalera de largas piedras y se presenta en aquella grande y lóbrega cocina. Se sienta en el escaño ennegrecido por el humo que al lado del llar y de la gran campana de la chimenea perdura y que otrora fue testigo de tantas historias y cuentos durante aquellas concurridas veladas. Toma la cazuela de barro que su hija le ofrece con las ricas y deliciosas sopas de ajo y, dándole pronto término, dice:
– Bueno, hija, hoy nos vamos al río Duerna. Los veraneantes quieren conocer el taller del tío Pablo, y ya sabes: no me puedo negar.
– Pero, padre… ¿a Chana…?
– Sí, Casqui y Chirri nos acercan en sus haigas.
Coge la fardela con la merienda que le ofrece su hija, la cayata y el sombrero del perchero y, por el corral en busca de Rucio, se encamina el anciano hacia la plaza.
– Buenos días, tío Conia -le espetan todos a una los amigos asiduos de sus historias.
– Siéntese un ratito -le ruega Casqui-, a ver si llegan Leo, Arsides y Cloti.
– Buenos días nos dé Dios -contesta él de buen humor mientras se encamina pausadamente hacia el duro asiento del castaño centenario. Se aposenta en la losa procurando que su espalda encuentre cierta comodidad en el rugoso tronco -tarea harto difícil- y Rucio acude presuroso y contento hacia Marqués, que en la pradera soleada husmea en busca de alguna golosina.
-Ya vienen los menos madrugadores -salta Casqui. Hala, vámonos.
Se acomodan todos, incluso los perritos, y emprenden la marcha en busca de los recuerdos de Conia. En Villausana, alertado por su compadre, se une Colás a la comitiva.
Una vez coronado Campo de Muga, muy pronto observan al mítico Teleno; dejan atrás Lucillo y, al adentrarse en el paraje de la Peña de la Gallina, descubren Chana, bella y agraciada por la luz de la mañana. Se adentran en el pueblo por lo que fueron sus eras del Alicreigo (era del clérigo), y en la plazoleta del pintor Orosia dejan sus vehículos y principian su marcha hacia El Río -así llamaban en el pueblo al complejo de Pablo.
– Esta casa que tenemos de frente –dice Conia con orgullo- es la escuela, de la que más tarde os hablaré. Y añade: Un poco más adelante, en la antigua plaza, nos esperan mis viejos amigos Cleto, ya centenario, y Leoncio, que nos ofrecerá su amplio saber y experiencia en la visita.
– ¿Qué os trae por eiquí?– dice Anacleto con asombro desde el asiento de la casa de Nisio.
– Mira, Cleto -manifiesta Conia mostrándole mucho aprecio-, como sabes, estos amigos nacidos en la ciudad, se interesan por conocer nuestras costumbres y trabajos de antaño. Colás, que conoces bien, les explicó ayer la tala de los árboles y la elaboración de la madera por aquellos portugueses tan sufridos. Hoy, atendiendo a sus deseos, hemos acudido para conocer la serrería de nuestro convecino Pablo, su molino y demás dependencias.
– ¡Hala, vámonos; y tú también, Leoncio! -les dice Conia comenzando la marcha. Tomaremos el camino polvoriento de las Canteras, testigo del bullicio de las gentes, que nos llevará al frondoso valle del Duerna. Por él, los carros portaban, además de los atropos agrícolas, los productos que el agro necesitaba y los que él con creces entregaba: abonos, semillas, hierba, patatas, pan, madera…
– Tomemos esta senda, nuestro Atajo -dice Leoncio apuntando con la cayata-, por donde transitábamos andando y hasta a caballo, y no pocas veces con los feijes de verduras a las custiellas. El tío Joaquín[3], siendo Pedáneo en la primera mitad del pasado siglo, se propuso la meta de construir, a pesar del recelo de sus paisanos de entonces, ¡y vaya oposición!, la rodera del Retornio para hacer más llevadero el tránsito de nuestros carros y parejas.
El grupo, con la atención puesta en el anciano del sombrero, deja atrás la antigua noria del citado Joaquín y la zaya de los linares y se adentran en el camino real, donde llaman la Llamera de la Cruz. Aquí Conia les invita a hacer una pausa y exclama:
– Haciendo memoria, os voy a regalar unos versos dedicados a nuestro Duerna con los que un día me obsequió también nuestro paisano desaparecido, y muy querido, Horacio.
Toma aire y, con satisfacción, comienza:
EL DUERNA
Sus limpias aguas bajan del Teleno
entre peñascos, cantos y arandaneras,
entre urces, alisos y praderas,
susurrando un murmullo sereno.
Entre peñas, prados y alamedas,
alegre, jadeante, casi un niño,
salta y besa la hierba con cariño
el Duerna con sus manos de seda.
Deja ver en los pequeños remansos
las truchas, apreciadas como el oro
que los romanos, y nunca los moros,
sacaron de sus riberas sin descanso.
Quita la sed de las pequeñas huertas
maragatas y mueve los molinos
maquileros que encuentra en su camino,
muchos ya maltrechos, hasta sin puertas…
En la Valduerna con alegría
le reciben, mas él, ya agotado,
deja que las piedras, con cuidado,
lo tapen y le hagan compañía.
Suena en el corrillo un sentido aplauso y él, muy satisfecho, lo agradece:
– Sois muy amables, muchas gracias.
– Este camino -vuelve Conia a la narración-, entre huertos, linares y prados, bajo las sombras tenues de frutales, chopos y humeiros, nos va a acercar a nuestro destino.
Pronto, a la orilla de la vereda, aparece un enorme montón de cantos rodados.
– Pero… ¿y esas piedras? –se preguntan extrañados los presentes.
– Aquí les llamamos pedragales o canturriales –dice Conia y añade-: Hay más; luego los veremos.
– Mirad –continúa Leoncio sin rehusar la explicación-, hubo un vecino que, en la primera mitad del siglo pasado, solicitó este canturrial al pueblo para quitar las piedras y en su lugar conseguir una buena huerta. El concejo atendió su petición pero con la condición de que la parte no retirada seguiría siendo pública. La finca que le sigue fue el fruto de su proyecto, que, por la dificultad y el cansancio de tan arduo trabajo, abandonó.
Al dejar el grupo este pequeño gigante a sus espaldas, se topan con otro, bajo y estrecho al inicio, donde el camino se bifurca. Toman la vía que discurre sobre el montón, diseñada por los rodales de los carros desde muy antiguo para dar servicio a linares y molinos, y dejan la inferior (antiguo camino real) a la derecha y a los pies de la masa de piedras. Un poco más adelante, y sobrepasado el molino que nos espera, volverán a fundirse en una sola vía.
– ¿Y cuál es el origen de estos depósitos tan extensos? –pregunta Chirri, pasmado y roído por la curiosidad.
– Nuestros abuelos nos contaban –vuelve Conia, en tono muy afable-, y a ellos los suyos, que las gentes del pueblo, para conseguir fincas de labor, convinieron en trasladar las piedras desperdigadas por la zona a estos lugares, dando lugar a estos pedragales y a los linares que a su vera podemos contemplar.
¡Qué encomiable y trabajosa labor! –estallan varios con admiración, dirigiendo su mirada agradecida hacia el cronista.
– ¡Ya llegamos al sitio! –manifiesta con alegría Conia, mientras deja escapar un sentido lamento-: Me veo trajinando con los roldos, las tablas, el serrín…entre el ruido de las máquinas. ¡Ahí abajo, ante nosotros, la obra del señor Pablo! ¡Cuántos recuerdos!


– Amigos… -prosigue el del sombrero-, este lugar fue durante casi un siglo una referencia en la comarca, con una afluencia de sus pobladores constante hacia el molino y taller.


– Vamos a iniciar la visita a la aceña, origen y hurmiento de la labor de nuestro laborioso e ingenioso Pablo y de su esposa Agustina. Bajemos hacia el antiguo camino real, calle principal de este pequeño barrio chaniego, y situémonos ante la antigua heredad, que mira al río por sus dos ventanas del naciente y le devuelve el agua que una trancada[4]le ha pedido prestada al Duerna unos dos centenares de metros más arriba. Esta es la puerta principal donde Pablo, y luego sus hijos y yernos, recibía a los lugareños con sus carros o caballerías cargados del preciado grano cosechado. La entrada, protegida por un tejadillo, fue construida unos años más tarde, cuando Pablo amplió la máquina e hizo esta otra casa de dos alturas para su morada, que lo fue pocos años. Disponía de un poyo de piedra adosado a la pared del río y de un tablero enfrente que servían de descanso y cháchara -y vaya pláticas- a los asistentes. Sobre la tabla, y en la pared, había incrustado el cajón de madera que aún podéis ver y donde el jarro de vino esperaba que alguno de los presentes dijese: “Tío Pablo, eche p´acá el jarro, que la garganta está reseca”. En este hueco y en el cargadero de la puerta hizo grabar Pablo el año de la construcción: 1926.
Al inicio del otoño, cuando la cosecha se había acabado de recoger y el caudal de los riachuelos menguaba, los campesinos no cesaban de acudir a la cita con sus carros llenos de sacos de grano -centeno principalmente- desde los pueblos de la alta Maragatería del Turienzo y del Duerna; el molino no paraba, ni de noche: se molía asgaya. Había molineros tan precavidos que, sabedores del tiempo de espera, venían provistos de flauta y tamborín para amenizar con la música y bailes maragatos las dilatadas demoras.
En los primeros años tras la guerra civil, y en los inicios del otoño, estaba prohibido moler, pero, aun soportando alguna que otra sanción, conseguía la máquina hacer la prestación, contando a veces con la anuencia de la guardia civil a cambio del grano y harina que solicitaban.
– Pasemos al interior -les invita Conia con fervor, y sigue-: Él, tan ambicioso, pronto fue transformando y agrandando aquel pequeño molino maquilero: instaló el cernedor que veis al frente, la limpia y, años más tarde, la piedra de esmeril y una dinamo que daría luz al negocio y a las viviendas. Ahí, en la portezuela del cernedor, dice: “Esta obra fue hecha por mano de Pablo Martínez. Año de 1917. De Chana. Fábrica de harina”.

A nuestra derecha, esta puerta daba entrada a la cocina de la vivienda, luego, cuando Pablo construyó en 1931 su definitiva morada independiente de la industria, se convirtió en el lugar de refugio de los molineros en los días desapacibles y en las largas noches del invierno. Aquí, alrededor de la lumbre, se organizaban entrañables seranos que hacían más llevaderas las noches, mientras las piedras, incansables, desmenuzaban el grano y arrojaban la preciada harina al farnal.
Este portón del fondo -dice mirándolos atentamente- nos llevaba al taller de carpintería y a la serrería. Aquí, a nuestra izquierda y bajo este tablao, se halla la turbina, hoy inmóvil, que movía el conjunto de las máquinas desde 1935(5) y que era controlada por el pequeño volante que aparece bajo el cernedor. Una correa transmitía el movimiento a la rueda que, encabezando el gran eje distribuidor, se hallaba anclada en este muro, entre el cernedor y el portón. El citado eje, paralelo a la pared meridional del taller y bajo la tarima, movía las distintas máquinas (torno, escopleadora de cadena, cepilladora, tupis, y sierras de cinta) mediante un variado sistema de poleas y correas. Subamos estos peldaños y contemplaremos lo que fue taller, hoy libre de máquinas, bancos y virutas. Hacia el río disponía de estos mismos huecos que veis, ventana y galería, que le suministraban abundante luz y desde donde se podía contemplar y controlar el estanque que surtía de abundante agua a turbina y rodezno; al frente se halla la puerta de salida hacia la balsa, y en la pared del norte tenemos una puerta, antigua comunicación con la serrería y fragua.


Se trasladan todos a lo que fue estancia de la sierra grande, donde nuestro amigo Conia continúa:
– Fue adquirida, según tengo entendido, en 1922, funcionando primero en la cabecera del taller y movida por su propio rodezno unos años, hasta que en 1935 se instaló definitivamente en este anexo y ya impulsada por la turbina recién adquirida[6]. Este recinto se comunicabas con la fragua, donde se hacían pequeños arreglos y se soldaban las cintas. La sierra se hallaba asentada sobre la pared del norte y comunicada con una larga correa al árbol propulsor. Ante ella se desplazaba sobre unos raíles el carro de hierro que traía desde el exterior los roldos que se habían de despiezar. Este anejo se comunicaba con el exterior, por la izquierda, mediante una amplia puerta de tres hojas y, junto a la fragua, por medio de otra puertezuela que permitía retirar las tablas y leña logradas.
El grupo abandona la serrería y se desplaza hacia el poniente del complejo para ver la zona del estanque.


– Ante nosotros tenemos la zaya -continúa Conia- que traía el agua del Duerna desde el lugar del Souto, unos cuatrocientos metros más arriba. Por esta enorme losa, acudíamos a la otra orilla para atender los servicios de conservación y regulación de la entrada del agua al estanque, labor que se hacía a través de la comporta que, aunque deteriorada, todavía aguanta.

– La casa que vemos a la izquierda, bajo las conchales, separada del resto, la erigió su hijo Moisés en los primeros años cuarenta ante la necesidad de cuadras y pajar. Acerquémonos a ella y situémonos cómodos bajo su sombra, que os voy a hablar del aserrado. Tras un breve respiro, comienza Conia:
– Con los árboles cortados y troceados, hacíamos el acarreo a este pedragal, donde los tirábamos. Era frecuente aquí ver hombres descascando los troncos para hacer acopio de las apreciadas estillas que avivarían el fuego en el llar. Los roldos bajaban del canturrial rodando hacia este camino, desde donde los acercábamos, de uno en uno, al carro de hierro que esperaba sobre la vía para su amarre. Nosotros, una vez orientado el madero, lo amarrábamos fuertemente, adelante y atrás, gracias a las uñas del artilugio que controlábamos con unas manivelas superiores. Con el tronco bien fijado, los operarios empujábamos el carro hasta que la cremallera engranaba con la manivela directora. Cuando el maquinista conseguía situar adecuadamente el leño ante la hoja de la sierra, tarea que realizaba mediante el manubrio posterior del carro, iniciaba lentamente el aserrado. Las primeras piezas, incompletas o defectuosas, se apartaban para leña, eran los casqueiros. Seguidamente, se acometía el aserrado de las tablas, todas del mismo grosor, operación que se conseguía con las mismas vueltas del manubrio posterior. Las tablas podían ser delgadas, de chilla; más gruesas, de piso, o tablones. El ayudante, atento a la pieza, la tomaba al caer y la retiraba hacia el exterior. Era frecuente que, una vez conseguidos los casqueiros, se maniobrase para lograr tablas de bordes regulares, y para ello se sometía al madero a dos rotaciones: una primera que lograba la uniformidad de la cara contraria y una segunda y definitiva, de un cuarto de vuelta, que, una vez eliminadas las fallas, daba lugar a las piezas desfiladas y de igual anchura. Cuando ya no era posible conseguir otra tabla, el colaborador retiraba los sobrantes para el montón de leña, el serrador paraba la máquina y los dos se iban con el carro al exterior en busca del próximo madero.
Una vez que los roldos desaparecían, nos enfrentábamos a los palos delgados y fragmentos: picotas, cañones y trozos defectuosos… Aserrador y ayudante los desfilaban y serraban manualmente para conseguir otras piezas muy habituales en la construcción o en las labores del campo: carreras, cargaderos, estantinas, cabos, gargantas y raberas de tiba…
Al final del aserrado, los distintos tipos de tablas se encastillaban para su desecación al lado de esta cuadra o al término del pedragal. Cuando el verano quería decir adiós, procedíamos a recogerlas, ya secas, en el almacén del complejo.
Los presentes, que no han perdido detalle de la disertación, se sienten satisfechos y le felicitan. Ahora, Conia, que goza de una memoria excelente, les regala ciertos pormenores y anécdotas:
– El tío Pablo, además de ser poseedor de una gran imaginación, lucidez y audacia, contó para llevar a cabo esta empresa con la excelente ayuda, dirección y colaboración de un extraordinario mecánico de Astorga llamado Luis “Mañas” o “Tranca”. En los inicios de la tercera década del siglo, no dudó en incorporar a la industria una camioneta de 2000 kg Ford modelo T, de ruedas macizas atrás y radios adelante; más adelante, al término de la guerra civil, lo sustituyó por un Citröen de cuatro cilindros 7, que vendió en 19458. Amante de la modernidad y del progreso, volvió a hacerse este mismo año con un furgón Dodge -antigua ambulancia de la guerra- que mantuvo unos tres años.
Se contaba en algún descanso de nuestras faenas, y así se lo oí también a su hija Delia, esta anécdota: El suegro de Pablo, el tío Narciso, cuando comenzó aquel a ampliar el molino con el taller y demás dependencias, le reprochó un día sentados en la puerta de la máquina: “Pablo, estás tirando el dinero por el río abajo”. Años más tarde, con el negocio floreciendo, su yerno le comenta: “Padre, ahora el dinero vuelve por el río arriba”.
– Y ahora, que ya se nota un tantín el cosquilleo en la tripa –empieza diciendo la señora Leo-, ¿no será el momento de sacar nuestra merienda y dar cuenta de nuestras viandas?
Se internan en el salón de lo que fue taller y, una vez acomodados, acceden a sus bolsas y zurrones en busca de las apetitosas pitanzas de sus fiambreras.
– Y, cuando por fin se pusieron a la faena, Conia, que no conoce el silencio, les trae ciertos recuerdos de su niñez y juventud: Vienen a mi chola aquellas comidas de la siega del pan, de la era o del pastor en el monte: un corrusco de pan, tocino, algo de chorizo si había suerte y algún trago de vino.
Después de degustar la ración, hicieron un tiempo de descanso con alguna cabezada incluida. Transcurrido un buen rato, la lucidez se fue recobrando y Leoncio quiso ofrecer su aportación:
– A su hija Delia escuché, que en los comienzos de la guerra y un día por la mañana, se presentaron los falangistas de la contorna en su casa para pedirle a Pablo (había sido juez de paz durante la República) y a su familia que los acompañasen -al calabozo le dijeron. Allí quedó el pote con la comida al fuego. Al llegar a las proximidades del pueblo, al lugar de Las Canteras, decidieron que la esposa e hijas retornasen a casa pero que el abuelo les había de acompañar. Contaba ella que su madre, al salir de la vivienda, les suplicó: “Poned los refajos de lana, que en la cárcel hace mucho frío”. Al finalizar el día, Pablo también regresó.
Años más tarde, en 1950, estando yo ya trabajando aquí -retorna Conia-, se presentaron los de la banda del Girón. Por esta ponteya de la zaya accedieron después de pasar el día enfrente, en el Urceo, como así manifestaron durante el robo cuando se interesaron por el estado del mozo que se había caído aquella tarde del cerezo. Aquel oscurecer del 16 de julio entraron, según supimos después, en su casa pidiendo 30.000 pesetas y, para obtener el botín, le propinaron a Pablo, a pesar de sus súplicas, una fuerte paliza con una cayata y amenazaron a la familia con quemarle la casa. Mientras tanto, obligaron a sus yernos a dirigirse al pueblo vecino de Filiel en busca de dinero. Al marchar, le dijeron: “Tenga preparada la cantidad pendiente, que pronto vendremos a buscarla”. Tanto fue el miedo que cogió Pablo, que los anocheceres eran un tormento para él. Cuando al año siguiente, llegó la noticia de la desaparición de Manuel Girón, consiguió la familia un cierto alivio, pero por poco tiempo, muy pronto fallecería el abuelo con solo 63 años.
-¡Vaya por Dios! -respondió Leo con un suspiro-, primero los falangistas y al final los rojos.
– Durante más de medio siglo, –prosigue Conia, satisfecho- esto era un hervidero de gente: unos traían su cosecha de cereal al molino; otros, su madera a serrar o a recoger la carpintería encargada, y los paisanos, en busca de cobijo cuando la lluvia les sorprendía en sus labores agrícolas.
No existía descanso en la factoría, había que aserrar abundante madera para el servicio del taller y para sus muchos clientes; los ebanistas no paraban, y el molino siempre andando. Se hacía carpintería no solo para los aldeanos maragatos, sino para los pueblos de la Valduerna y del valle de Jamuz .
Y pensando que la tarde avanza, Colás les dice:
– ¿No será momento de reanudar el paseo?
Regresan al camino y, avanzando hacia el naciente entre la industria y el pedregal, Leoncio les revela con voz reposada:
– ¡Ay, amigos! Iniciando los años cincuenta, en esta primera casa de una planta con tan bella pared de piedra trabajé yo con el resto de la cuadrilla de Emilio Simón, a quien Tomás, yerno de Pablo, le había encargado la obra. En ella la familia preparó la cocina de curar la matanza y el horno para amasar cuando reformó la heredada por su mujer, sustituyéndolos por la cocina económica tan apreciada por estos lares.


Las tres que siguen, de dos plantas y revocadas, las había levantado Pablo, esta primera para morada de él y su familia en 1931, como ya mentó Conia, y las contiguas, en 1942 para sus hijos Moisés y Aurora. A continuación, y muy pronto, su yerno Lisardo adosó la última de piedra vista para cuadra y pajar.
Al alcanzar y doblar la esquina de la última edificación, Conia les alienta a visitar las de la parte posterior. Estas ruinas -les dice señalándolas con el dedo- son el testigo de otra que Lisardo y Aurora, sin cocina de curar y horno, erigieron en estos mismos tiempos, y que años más tarde, al trasladar su residencia al pueblo, derribaron para emplear sus materiales en la nueva de Chana. Ahí arriba, Tomás y Delia en 1956, ante la escasez de espacio, encargaron de nuevo a Emilio una nueva, la hermosa casina que vemos, donde recogerían sus carros (el usual y el volquete), los aperos de labranza y las gallinas.
– Mi padre -dice Leo metiendo baza con mucho candor-, siendo rapaza, mandome alguna vez con el macho a moler onde “El Manco”, creo que le llamaban, con dos quilmas de centeno y yo sentada encima.
– Sí, sí, yo vine a los dos -remata Colás- con el carro acompañando a mi padre y alguna vez yo solo con el caballo.
– El molino del señor Benito Martínez -les contesta Conia-, “El Manco” como le llamaban por haber perdido los dos brazos allá en Argentina, está un poco más abajo. Yo lo conocí regentado por su mujer, la señora Narcisa y sus dos hijas.
Los amigos emprenden la marcha siguiendo el antiguo camino real mientras escuchan cantos de pájaros entre los árboles del río y el murmullo del agua que se desliza por las piedras de la quebrajosa presa de la tía Narcisa. Al aproximarse al nuevo pedregal, el último, el anciano prosigue:
– Este es el pedragal fundeiro, que fue el resultado de un convenio del vecindario de hace un siglo, emulando a sus antepasados, de retirar los cantos9 que poblaban el último pago, y así conseguir los quiñones y charqueiros que se encuentran entre estos molinos. Los vecinos del pueblo acordaron 10 vender los terrenos comunales situados en esta zona del Mayán y las Charcas, y con los fondos recaudados, construir la escuela del pueblo11. En ésta, y sobre el cargadero de la puerta, perdura la tableta de madera que pone de manifiesto los responsables y el año de construcción.
Los excursionistas, muy dicharacheros en su avance, se hacen preguntas y cavilaciones: ¿Cómo tantos cantos llegarían a estos parajes? ¿de qué medios se valdrían las gentes de antaño para traerlos a estos montones?
Arsides, muy estudiado como sabemos, cuando por fin cesaron las conjeturas, les dijo:
– Los romanos, como se sabe, excavaron los montes contiguos de la margen derecha del Duerna, desde Robreo12 hasta la Valduerna, buscando el oro de sus rocas y arcilla. Para ello, construyeron numerosos canales (aún se pueden ver en ciertos lugares rocosos) que trajeran la mucha agua necesaria que, en su impetuoso avance, arrastrase los diversos materiales y, entre ellos los morrillos y jeijos que vemos, hasta estos terrenos más llanos del valle.
– Según testimonios de nuestros agüelos -interviene Leoncio reubicando su boina- utilizaron cestos y talegas de brimbias y sus carros chillones. Era una labor trabajosa y lenta, como la conocimos en la eliminación de los pequeños canturriales que entre los linares aún recordamos y en la preparación de los suelos donde levantó Pablo las casas y más tarde sus hijos.
El montón de piedras se termina y, frente a ellos y a su derecha, los árboles se empeñan en ocultar las ruinas de lo que fueron vivienda, molino y cuadras, mientras los pajarillos vuelan de una rama a otra sin dejar sus cantos armoniosos.
– ¡Ay qué tiempos…! Aquí acudí alguna vez -vuelve Conia con un suspiro- a visitar con el señor Pablo a su vecina, la señora Narcisa, continuadora con sus hijos de la obra de su marido. Muchas gentes de la comarca asistieron también aquí, como Leo y Colás, a triturar el cereal de sus mieses hasta bien entrada la segunda mitad del siglo pasado. El agua que movía sus rodeznos llegaba por una zaya que arrancaba de la trancada situada a los pies del molino de Pablo.
– Y ahora – concluyó diciendo el anciano del sombrero-, con el sol ya próximo a Becerril, nos toca regresar a Chana. Lo haremos por el camino de estas praderas, Las Charcas, cuyo nombre recuerda la abundante agua que las pobló, y de otras secas, Las Vecillas, de donde arranca la vía del teso de Carrillombo que nos llevará al pueblo y que de paso nos permitirá contemplar desde lo alto los molinos, los moracales13 y loque fue una fértil vega, hoy llena de matojos, zarzas y yerbajos.


Después de un lento y fatigoso caminar, entran en el pueblo, se acercan a la escuela y allí, bajo su corredor, descansan y disfrutan de una breve cháchara con Cleto antes de tomar los autos que les permitirán retornar a casa.
Conia dice adiós con un abrazo a sus amigos Cleto y Leoncio y recuerda a los de la excursión su relato del pedregal postrero apuntando con el dedo hacia el letrero que sostiene el dintel de la puerta: “Esta obra se hizo por cuenta de este pueblo siendo presidentes don Sotero Alonso, don Francisco Martínez y don Pío Arce. Año de 1912”.
VOCABULARIO
Agüelo: abuelo.
Aprovechai: aprovechad.
Arandanera: planta del arándano.
Asgaya: muy abundante, en gran cantidad.
Atropos: aperos.
Birrio: vencejo
Brimbia: vara de mimbre que para hacer cestos y talegas.
Cabía: pasador de hierro terminado en una argolla que se introduce en los agujeros del cabo para sujetar la tiba u otro utensilio agrícola.
Cabo: palo o timón de un arado romano que termina con agujeros (cabiales) para fijarse a la trasga del yugo mediante la cabía.
Cachivache: artilugio arrinconado por la escasa utilidad hoy.
Canturrial: pedragal, muria.
Caña: rama de los árboles.
Cañón: rama grande de la copa de los árboles.
Cargadero: dintel o pieza horizontal superior de puertas y ventanas apoyada en sus extremos sobre las jambas y destinada a soportar cargas.
Carrera: pieza de madera larga y estrecha que se asienta sobre las tijeras de los tejados y sobre la que se fijan las tablas.
Casca: corteza de los árboles.
Casqueiro: trozo o pieza de madera con casca en una de sus caras, que resulta de un roldo al serrarlo.
Chaniego: habitante de Chana.
Charqueiro: parcela de labor muy húmeda.
Comporta: compuerta.
Conchal: nogal.
Custiellas: costillas, espalda de las personas. Llevar a custiellas es llevar un peso echado a cuestas.
Descascar: quitar las cascas o corteza.
Desfilar: recortar la orilla de las tablas defectuosas con objeto de lograr una uniformidad.
Eiquí: aquí, en este lugar.
Estantina: jamba de las puertas y venta
Farnal: cajón donde caía la harina en la molienda y de donde se sacaba hacia los sacos y fuelles.
Farpa: marca en uve realizada con el hacha, navaja u otro objeto cortante..
Fato: tonto. Persona corta de miras y entendederas.
Feije: feje, atado o haz.
Fuelle: saco de piel de oveja o cabra usado para envasar harina y cereales.
Fundeiro: se dice el que está al final, al fondo.
Humeiro: aliso.
Jeijo: canto rodado de cuarzo.
Limpia: aventadora.
Lao: lado.
Llar: fogón de la cocina.
Machada: hacha.
Machao: machado, hacha para cortar madera.
Macheta: machada, hacha.
Moracal: montón de cantos rodados.
Onde: donde.
P’acá: para acá.
Pedragal: pedregal, montón de piedras sueltas.
Picota: parte superior, en punta, de un árbol.
Piértiga: pértiga.
Pina: cuña.
Pino: cilindro de madera para unir dos piezas ensambladas.
Ponteya: puentecillo.
Restrallete: crujido de la madera.
Roldo: trozo de tronco de un árbol de unos dos metros y medio.
Serano: Tertulia nocturna que se tiene en los pueblos maragatos.
Tablao: suelo plano formado de tablas unidas y juntas por el canto.
Tantín: poco.
Tarrón: terrón.
Teso: cerro de no mucha altura y acceso muy inclinado.
Trancada: presa o muro de piedra y/o leña que se construye a través de un río o arroyo para almacenar el agua y derivarla hacia un canal.
Tremuya: tolva.
Tronzador: sierra con un mango en cada uno de sus extremos, que sirve generalmente para partir troncos entre dos personas.
Urceo: monte poblado de urces.
Zaya: canal para tomar el agua y conducirla a las tierras de labor, prados y molinos.
BIBLIOGRAFÍA
BLANCO ALONSO, Raúl: La Somoza de Astorga (tierra de maragatos). Libro 3º. La Villa de Molinaferrera, Filiel de la Sierra, Chana de Somoza y Boisán, Gráficas Lucentum, S.A., Madrid, 2005.
ALONSO GARROTE, Santiago: El Dialecto Vulgar Leonés hablado en Maragatería y Tierra de Astorga, Imp. Y Lib. De P. López, Astorga, 1909.
MARTÍNEZ MARTÍNEZ, Martín: Vocabulario, costumbres y paisajes agrarios en la ribera del Órbigo (Estévanez de la Calzada)Villena, Artes Gráficas, Madrid, 1985.
[1] Entrevista a Belarmino de la Fuente el 28 de agosto de 2020.
[2] Mayán, localismo derivado de majano, mayano. Significa montón de cantos sueltos. Entrevista a Antonio Franganillo Martínez, de Chana el 7 de septiembre de 2020.
[3] Joaquín Franganillo Martínez se fue a Argentina en los albores de la segunda mitad del siglo XX.
[4] En principio la presa del molino se encontraba unos doscientos metros aguas arriba. Cuando instaló la turbina desapareció la antigua y erigió la última y definitiva, que alimentaba el estanque.
[5] Turbina adquirida en 1933.
[6] En un principio, en los albores de la actividad, Pablo tuvo una gran sierra circular, impulsada por su rodezno, para la serrería que situó con su carro en lo que sería la cocina del molino.
[7] Matriculado en León con el número 1067 y que vendió el 13 de mayo de 1945 a Heriberto Lera Cadierno, de Molinaferrera.
[8] Entrevista a Belarmino de la Fuente (hijo adoptivo de Pablo y Agustina) el 28 de agosto de 2020.
[9] Raúl Blanco. La Somoza de Astorga (tierra de maragatos), Pág. 424: “Sacar y tirar la piedra existente en los quiñones de referencia, que dicha piedra procedía de las explotaciones romanas en la zona y que ya hubo otras actuaciones anteriores, a lo largo de los tiempos, en la zona contigua llamada La Vega para dividirla y sortear los quiñones resultantes, limpiarlos de piedra y convertirlos en linares”.
[10] Raúl Blanco. La Somoza de Astorga (tierra de maragatos), Pág. 412. Acta del 15 de mayo de 1911 en la que se recoge un acuerdo de la Junta Vecinal de Chana para proceder a la venta de terrenos comunales para recaudar fondos con el fin de construir un edificio destinado a escuelas, por carecer del mismo.
[11] Raúl Blanco. La Somoza de Astorga (tierra de maragatos), Pág. 424. Acta del 25 de noviembre de 1917 del Concejo acordando nombrar siete diputados para que dividan en quiñones los parajes del Mayán y las Charcas y los sorteen entre los vecinos de Chana, acordando asimismo dejar marcadas y reguladas las servidumbres correspondientes.
[12] Monte a los pies del Teleno y cercano a Molinaferrera.
[13] Entrevista de Antonio Franganillo Martínez de Chana el 7 de septiembre de 2020.