AÑORANZAS DEL TÍO CONIA TARDE DE PRIMAVERA

AÑORANZAS DEL TÍO CONIA

Martín Simón Martínez

Publicado en la revista Argutorio en 2020.

La plaza está poco concurrida. La señora Leo, su vecina Cloti y Casqui, que ha acudido al pueblo el fin de semana para disfrutar de los buenos aires y de sus gentes, descansan en ella. Los pajarillos, en continuos revoloteos entre las ramas de los árboles, ofrecen interminables conciertos que alegran la estancia de los presentes. Es una tarde encantadora, con una temperatura ideal para una excursión por los alrededores.

– ¡Chachos! –exclama la dicharachera Leo con sorpresa, mientras gira su cabeza en busca de un rumor que llega de la parte alta de la calle-, peme que tenemos visita.

 – Ya lo creo -cuchichea Cloti dirigiendo su mirada al final de la calle Mayor-. Son los suaves runruneos de Rucio que nos dicen que  Conia no está lejos.

– Buenas tardes nos dé Dios -espeta Conia al alcanzar la plaza.

– Muy buenas; tome asiento –contestan los presentes.

– ¡Caramba…! Vienes muy preparado, como si fueses de viaje –dice sorprendida Leo.

– Voy a Villausana a hacer una visita a mi amigo Colás –responde Conia, derrochando alegría en su mirada-. Y sin pausa, agrega: Es, como sabéis, mi entrañable amigo de la infancia.

– ¿Me permite que le acompañe? –le dice Casqui mientras le mira a la cara con mucho aprecio.

– Encantado, una buena compañía siempre es de agradecer –asiente el anciano, sonriente y satisfecho, y sigue-: Es muy conveniente disponer de un buen calzado y de una cayata en las marchas por los caminos, como apoyo y defensa ante ciertas situaciones inesperadas como arroyos, animales… Nos encontraremos en la salida hacia el cementerio.

Casqui, muy atento a los consejos, vuelve a casa en busca de unos cómodos playeros, de una gorra y de la mentada garrota que le faciliten la caminata.

– Veo que aceptaste mis consejos –le dice Conia mientras principian la marcha.

Abandonan la carretera y se adentran en un camino, otrora muy frecuentado y más bien reducido a un sendero hoy, que presenta abundante maleza y agua que serpea cantarina entre las rocas y arbustos en pequeños arroyuelos para entregarse, allá abajo, a la reguera que llaman río Seco.

– Hace años, cuando el pueblo estaba habitado -comenta Conia-, este pasaje estaba bien despejado y transitable: libre de zarzas y espinos y el agua discurría por su reguero. Me contaba mi abuelo Leandro que, por este lugar y muy entrada la mañana, iban él y su padre a la siega de la Llamera de Lao con su gadaño y bigornia al hombro y la cachoupa con la piedra en el cinto, cuando percibieron cómo su vecino Lucio, muy madrugador él, estaba dando fin a la siega del prao.

– Dios te ayude, Lucio –saludan ellos.

– Bienvenidos –replica él-. Y añade, como dejando caer una pesada y desagradable carga: Calvete -así conocían a mi bisabuelo por el Calvo de su apellido-, ¿no has sentido encordiar?

– ¿Qué ha pasado entonces, Lucio? –responde mi bisabuelo, con asombro  y perplejidad.

– A ver si se ha muerto la mi maragatona –contesta Lucio-, que todavía no me ha traído el desayuno a la llamera

– Era pública en el pueblo la poca consideración que le profesaba su despótica mujer –musita Conia sendero abajo.

Al alcanzar el riachuelo, comprueban que el puente de madera estaba inservible; las vigas de roble, cargadas de años, se habían venido abajo, solo una se mantenía, renqueante, apoyada sobre las dos paredes de las orillas. Había que atravesar el arroyo, no escaso de caudal a la sazón. O se arriesgaban a alcanzar la otra orilla a través del viejo madero o utilizaban unos cantos como pasaderas.

– Mira, Casqui –propone el tío Conia, dotado de experiencia-, coloquemos unas piedras grandes en el cauce y, con la ayuda de la cayata y unos saltos, conseguiremos cruzarlo sin contratiempos.

Una vez en el otro lado, deciden caminar por las viejas tierras centenales de antaño, hoy eriales desbrozados para el ganado, en busca de la antigua rodera de servicio. Pueblan estos pagos de secano abundantes robles, altos piornos, codesos, escobas, más algún que otro negrillo, fresno o humilde salguera en las riberas del riachuelo. Se topan, de trecho en trecho, con tupidos ramilletes de hojas alargadas y un tallo coronado por un vistoso racimo de flores blancas, y con otras herbáceas de una preciosa flor rosácea y un tallo y hojas vestidos de espinas y pelos blancos.

– ¿Conoces estas plantas? –comenta el anciano con cierta sorna, señalándolas con la cayata.

– Veo muchas por este lugar –replica Casqui con prontitud- y las he contemplado en praderas y caminos del entorno. Y remata: Pero las desconozco.                        

Gamón. Foto del autor
Cardo. Foto del autor

  

                                 

– Les llamamos «gamones» a las primeras –dice Conia- y «cardos», a las segundas. En nuestra niñez, y a instancias de nuestros padres, acudíamos a las zonas donde abundaban con nuestra taleguina y un jajo para coyirlas cuidadosamente. Una vez que atropábamos bastantes y conseguíamos llenar el cesto, nos echábamos la talega a las custiellas y… ¡hala!, a casa con ellas. Estas plantas eran muy apreciadas para alimento de los cochos de la familia, como también lo eran las hojas de negrillo y roble, que ripiábamos de las ramas más jóvenes. Todas ellas constituían un buen complemento a las berzas, patatas y nabizas, escasas ya en la primavera. 

Negrillo. Foto del autor

– Estos árboles y arbustos –prosigue el anciano, apuntando hacia ellos con la mano-, numerosos hoy por estos parajes, apenas existían en mis años jóvenes; todo estaba cultivado, lo del solano de centeno y las propiedades próximas a la reguera, más ricas y húmedas, de cebada, ferraina, nabos, patatas o repollos.

– ¿Y esos cantos que nos vienen de los árboles con su “pu-pu”? –ataja Casqui con curiosidad y siempre muy atento.

– Ah, es el canto de la budibiella –contesta el anciano con satisfacción-; en algún pueblo cercano, debido a ese sonsonete, le llamaban pupú. ¿Escuchas aquel otro más ronco, como un arrullo grave, que sale de las copas de los árboles del fondo? Es el de alguna paloma torcaz. Posee un plumaje grisáceo y manchas blancas a ambos lados del cuello. Anida en las arboledas de ríos y caminos en frágiles nidos donde realiza la puesta de dos huevecillos blancos. Siendo rapaces, cuanto olíamos uno de estos nidos, engarriábamos a explorarlos y, más adelante, cuando intuíamos que los pichones estaban desarrollados, retornábamos al lugar en busca de ellos para celebrar una deliciosa merienda.

De pronto, Rucio se transforma, menea intensamente la cola y emprende osadamente una rápida carrerilla hacia el repecho de la finca contigua, profiriendo enérgicos y reiterados ladridos.

Al escuchar la bulla, lo amigos abandonan sus relatos, dirigen su mirada hacia el lugar y el anciano exclama:

– Casqui, en ese cembo tienen -y así ha sido siempre – sus cuevas los conejos, y Rucio, al descubrir alguno por los alrededores, ha acudido raudo, pero… es algo torpe para atroparlo.

– ¡Titi!, ¡titi! ¡Ven aquí, Rucio…! -le llama Conia, reanudando la marcha hacia Villausana, muy cerquita ya.

Se adentran por la calle de las eras en el barrio de la iglesia y, dejándola a su espalda, se dirigen a la casa de Colás. Rucio, más listo que el hambre, se planta ante la puerta, mueve repetidamente su cola y emite suaves y cariñosos aullidos.

Colás, que los oye y reconoce, abandona con premura la sala, adonde se había retirado a echar la siesta, acude a la puerta y entreabre el cuarterón de su vieja puerta de roble. Al verlos, echa manos a la chapeta, desatranca el portón y lo abre con desbordante alegría. Abraza calurosamente a sus amigos y exclama con satisfacción:

– Me cogisteis en la sistia. ¿Cómo os ha dado por venir hoy así, de improviso?

– Estaba muy buena tarde -responde Conia- y me dije: Hoy tengo que visitar a mi compadre, que hace que no lo veo. Y aquí me tienes con Casqui, que ya conoces.

– Sentémonos en este banco de piedra –les invita Colás, señalándolo con el dedo- y charlemos mientras decidimos lo que hacer. Estaba exultante de alegría.

Se ensimisman en una entretenida charla donde las  novedades y los recuerdos están muy presentes …

Después de un rato de coloquio, Casqui, deseoso de encontrar el misterio que alberga la torre del monte Santiago, propone:

– ¿Qué os parece si emprendemos un paseo hacia el paraje de esa torre del monte que, impertérrita, aguanta el paso de los años?

– Pues…, ¡ale!, tú lo has dicho –aplaude el anfitrión.

Colás vuelve al interior de su casa, se hace con un cómodo calzado, toma su cacha y cubre, no faltaba más, su canosa cabeza con la boina que siempre le acompaña.

Emprenden la excursión por la calle del juego de los bolos y, al llegar a la plazoleta, se encuentran con la superficie plana de piedra en el centro de aquella.

Bolos. Foto del autor

– Aquí, cuando el pueblo era pueblo -rememora Colás con melancolía-, nos entreteníamos los mozos las tardes de los domingos, y los no tan mozos. ¡Vaya partidas que echábamos…! En la bolera colocábamos las nueve piezas en tres filas -había pueblos que añadían en la central el cuatrín-. El jugador se situaba a unos tres metros  de la losa y, después de palpar bien la bola y apuntar con ella, daba velozmente unos pasos hacia la piedra y lanzaba con fuerza la pesada pieza sobre los bolos, y ellos, sobresaltados, emprendían el vuelo. Unos se dejaban caer al lado, otros, más valientes, salían disparados intentando alcanzar el lugar más lejano. Seguidamente, contábamos los puntos obtenidos según la zona de caída y anotábamos la suma al participante. Cada jugador realizaba el lanzamiento tres veces y el conjunto de todas ellas era su puntuación final. El mozo que conseguía la calificación mayor, era el campeón.

– ¿A onde vais, de paseo? -pregunta el señor Clemente, que, sentado a la sombra del frondoso sabugueiro de la plazuela, charlaba con Anastasia, su vecina, y Arsides, que acababa de llegar de la ciudad.

– Sí, hacia la Ermita -contesta Colás, sonriente-. ¿Te animas, Arsides?

– Id andando, os alcanzaré luego -replica el forastero. Voy a casa y cogeré una garrota y el sombrero.

– ¡Esperai un momentín! -interviene la señora-. Llamo a mi marido y seguro que os acompaña también muy gustoso.

– ¡Anacleto…! –grita la buena mujer desde el portal de las carretales-, que vengas, que van de paseo al monte Santiago.

– ¡Voy…! -responde.

– ¡Qué sorpresa…, si está Conia por aquí…! -exclama Anacleto con júbilo y asombro al llegar a la calle-. Y agrega: Aguardad un momento, que me voy a preparar.

Abandona el grupo el pueblo tomando el camino de la Llamera de Lao. Mientras atraviesan las antiguas tierras, hoy en fuelga, de vez en cuando oyen un pas-cua-lá, pas-cua-lá… por los alrededores. Rucio se pone nervioso y corretea de un lado a otro en busca de una posible presa.

– ¿Qué es ese estribillo que resuena? –comenta Casqui, extrañado.

– Es el canto de alguna codorniz que merodea por estos andurriales -dice Conia-. Cuando estas fincas estaban sembradas de centeno, anidaban en pequeños huecos de la tierra, entre el cereal. Su plumaje es pardo, más oscuro en la parte superior. Sus nidos solían albergar cuatro o cinco huevos, o más, de color marrón claro con pintas oscuras, y las crías, apenas recién nacidas, se veían corretear y picotear en torno a la madre.

– ¡Mirad, mirad…! -chilla Casqui apuntando con su dedo hacia las picotas de los chopos-. ¡Cuántos nidos …!

                            

Pega o urraca. Foto de Víctor Manuel Simón
Nido y huevos

– ¡Claro…!, son de pega -comenta Colás-. Las pegas son aves muy comunes por aquí. Su cuerpo, que es blanco y negro, acaba en una larga cola de color azul metálico. Los nidos, situados en las copas de álamos u otros altos árboles, son grandes y recubiertos por arriba mediante una malla de ramas, con un orificio lateral como entrada. Las puestas, de entre cuatro y siete huevos de color verdoso, las realizan en primavera.

Se interna el grupo de amigos lentamente en el monte Santiago por un empinado camino, flanqueado de abundantes gamones en flor, de coquetos y numerosos robles, de espinos adornados de copiosas flores de pétalos blancos y suave fragancia y de algún que otro piorno o urz. Al alcanzar la Llamera de Lao, antes tan cuidada, hoy tan olvidada y poblada de ramayos, zarzas y malas hierbas, el grupo hace un descanso y pone la atención en las palabras, muy atinadas siempre, de Arsides:

– Los robles de estos montes, que veis tan vestidos de musgos y líquenes, son muchos y frondosos gracias a que el aire que los rodea es puro y libre de contaminación. Cuando esta existe, desaparecen estos organismos de su corteza.

– ¿Veis aquel carballo donde la pared de la llamera está derruida? –continúa, mientras lo señala con su dedo-. Posee al final, cerca de la picota, un agujero redondo. Seguramente será la entrada al nido de algún pájaro carpintero.

                        

Roble. Foto del autor
Pito. Dibujo del autor

¡Así es, amigo! -exclama el viejo Nicolás-. Por acá le llamamos pito. En estos árboles, con sus fuertes, largos y afilados picos este pájaro va taladrando la madera hasta conseguir este aujero que le llevará al interior, donde asentará su morada. Aquí incuban sus cinco o seis huevos y, posteriormente, crían sus polluelos con insectos, gusanos y larvas que hallarán bajo la casca de estos viejos árboles. Los rapaces, cuando descubríamos estos buracos, les hacíamos una visita y, una vez reconocidos, esperábamos el tiempo preciso, antes de desianarse, con el fin de que los polluelos estuviesen bien criados. Llegado el día, nos presentábamos en el lugar, y el más ágil y valeroso se las apañaba para engarriar hasta la zona, agrandar el hueco con la navaja, meter su mano y palpar los pichones. Uno a uno iba saliendo en su mano y entrando en los bolsillos o en la fardela de la espalda. Con las crías bien rechonchas, celebrábamos una rica y divertida merienda los amigos.

¡Hala, compañeros! Pongámonos de pie y continuemos con el paseo… -alienta Conia impaciente-, que la tarde ya va avanzada.

Mientras dejan a sus espaldas la llamera, prosiguen la excursión advirtiendo en los flancos de la senda los vestigios de las labores romanas: numerosos pedruscos de cuarzo, regueros, lagunas …

 – Vamos a entrar en el camino que conduce a Rabanal -dice Colás con un poco de impaciencia, sonriendo-. Ahí enfrente, bajo esos arbustos de sanguino, hay unos grandes cantos donde, sentados, tomaremos aliento y, de paso, aprovecharemos para refrescar nuestras gargantas en la fuente de las Carrizas.

– Estamos en una zona –explica Cleto, muy leído él- donde las explotaciones auríferas romanas fueron muy abundantes. En nuestra caminata hemos visto valleios como la Llamera de Lao, numerosos jeijos, regueros y, al adentrarnos  por uno de ellos, una de las varias cabuercas que pueblan este monte. Todos estos vestigios corresponden a los trabajos mineros de los romanos en busca del oro. Exploraban el suelo de los valles,  desde el curso inferior de los ríos hasta alcanzar los depósitos rocosos de sus cabeceras donde estaba el origen del preciado metal. El oro se albergaba preferentemente en las grietas y fisuras de las rocas de cuarzo y de una forma más escasa en las tierras arcillosas, en las gravas de aluvión y en los lechos de los ríos en forma de pepitas. Para atropar el oro de los terrenos arcillosos lo hicieron a “cielo abierto” con la ayuda de abundante agua. Esta era tomada en el nacimiento de los riachuelos y conducida por numerosos canales hasta los depósitos de embalse, desde donde la vertían controladamente hacia la pendiente sobre la tierra arcillosa, las gravas y rocas superficiales para deshacerlas y separar las partículas finas del resto. Los materiales más gruesos, a veces grandes morrillos, eran apartados y acumulados en montones de piedras o pedragales que se pueden ver por estos contornos. El lodo seguía fluyendo por el reguero sobre una especie de alfombra de urces[1] donde se retenía y obtenía el oro en finísimas partículas. También podemos encontrar por estos montes pozos y galerías en las rocas, que abrieron en busca de filones donde el oro era más abundante.

– Según tengo entendido -comenta Arsides, encantado del relato de Cleto- la Maragatería proporcionó al Imperio Romano cuantiosas cantidades del muy apreciado metal.

Abandonan la reconfortante pausa y prosiguen la excursión hacia el objetivo propuesto, ya muy cercano: la ermita. Toman el sendero que atraviesa la leve hondonada y, saboreando el frescor de las sombras de las frondosas carbayas y matorrales, se adentran en una pequeña pradera con una vieja fuente, ya muy deteriorada y descuidada.

– ¡Mirai, mirai…! -exclama el de la boina con entusiasmo y cierta parsimonia, apuntando con la mano hacia el poniente-, ahí tenemos la popular torre de la ermita, en el interior de esa huerta limitada por este arruinado muro, posible antiguo cercado del monumento.

Ermita. Foto del autor

Se adentran en la finca y se topan con ciertos hoyos, memoria  de excavaciones no muy lejanas de intrusos en busca de enterramientos y posibles tesoros.  –

– Esta área –sigue Colás- al mediodía del templo, correspondería al cementerio del antiguo poblado, como denotan las tumbas encontradas. Enfrente, se hallan los restos de las paredes laterales y el ábside y, al oeste, la espadaña.

Penetran todos por la abertura de la antigua puerta y observan los restos de la techumbre y muros en el hueco de lo que fue un templo. Seguidamente, Conia les invita a volver al exterior y, mirando a la torre, les dice:

– Estos huecos que veis en ella corresponden a las piedras que fueron extraídas hace años por vecinos desaprensivos del pueblo para usarlas  en sus obras. Con el tiempo, si no se reponen, propiciarán, posiblemente, su derrumbe.

Fuente. Dibujo del autor

Después de observar y examinar los restos de la ermita y su entorno, los paseantes abandonan el antiguo lugar sagrado, dirigen sus pasos hacia la vieja fuente, adosada a una arruinada pared, y deciden hacer un nuevo descanso bajo la sombra de los muy veteranos carballos.ibujo del autor

– Este manantial -vuelve Conia con cierta nostalgia- no solo disipaba la sed de los hombres y mujeres del campo, también alimentaba unas presas, ya desaparecidas, que permitían por velía el riego de las huertas cercanas.

– Contaban mis abuelos –dice Colás mientras dibuja en el borde del charco con su cacha pequeños surcos por donde resbalan hilillos de agua– que ellos habían oído a sus mayores que aquí existió un barrio cuyos habitantes desaparecieron a causa de la peste y que el último, al quedar solo, se fue a nuestro pueblo. Posteriormente, la imagen del apóstol Santiago, patrón de la aldea, la trasladaron también y pasó a presidir el retablo de nuestro templo, sustituyendo desde entonces a Santa Catalina como titular de la parroquia.

– Mis nietos – prosigue– han leído en los libros de la iglesia que se menciona esta ermita desde muy antiguo y que hace unos tres siglos estaba aún en pie[2] y se celebraba el culto en ella. Unos pocos años después, siendo cura un tal don Santiago Martínez, natural de la localidad, ya estaba vacía pero conservando aún la puerta[3] para impedir la entrada de animales y pastores.

– ¡Mucho sabe usted! –comentan los más jóvenes emocionados y casi a coro.

– Al desaparecer el barrio, –matiza Conia con pesar- algunos de los lugareños se hicieron, como antes os comenté, con los mejores materiales: piedras, lajas…

Entre tanto, de vez en cuando, por los robles se adentran juguetones y cantarines pájaros, deseosos de zambullirse y picotear en  las escasas pozas que aún llena, gota a gota, la roñosa fuente.

– Estas mierlas –vuelve Conia, enjugando la cara sudorosa con el moquero- no se amilanan, pero como son muy desconfiadas, a la menor sospecha, emprenden la huida con su peculiar lamento.

– Y los pardales… –apostilla Colás-, tan numerosos en nuestra niñez y tan escasos en estos campos abandonados de hoy.

Los compañeros, que van levantándose de sus asientos lentamente entre murmullos, emprenden la marcha hacia el riachuelo protegidos por las sombras alargadas de los robles de la cañada. Mientras caminan, siguen desgranando sus más variados recuerdos y vivencias.

– Oye, Colás –dice Conia, impaciente-; bueno, y Cleto, aunque tú eres algo más joven: ¿Os recordáis cuando en las eras nos mandaban nuestros padres llevar los cuelmos a ablandarlos en las pozas del riachuelo?

– Y a llenar las barrilas en la fuente –remata Cleto-, que eran recibidas entre albricias por los fatigados labriegos. ¡Qué agua más rica refrescaba nuestras gargantas y… hasta nuestros pechos!

– En muchas ocasiones –sigue Conia, sonriendo- aprovechábamos el frescor del cauce para, con la paja húmeda y blanda, elaborar los vilortos que permitirían el atado de mañizas en la era o de los feijes de la hoja seca en la otoñada.

Feijes de hoja. Foto del autor

– En aquellos tiempos –evoca Colás lleno de admiración- contemplábamos con asombro cómo nuestros padres, provistos de su machada al cinto, emprendían la subida a robles y chopos engarriando con sus pies fijados fuertemente en el tronco, las rodillas y pantorrillas atenazando el árbol y las manos alcanzando las primeras cañas hasta conseguir rebasar, con mucho esfuerzo, la primera medra. Así, poco a poco, proseguían con arresto hasta llegar a la picota. Desde ésta, echando mano de la macheta, principiaban la poda bajando de medra en medra hasta regresar a tierra, quedando el árbol desnudo y cercado en el suelo por los ramayos que lo adornaban. Últimamente, disponían los podadores de una nueva herramienta: los ganchos o gatos, que acoplados a sus botas, les proporcionaban facilidad y seguridad en esta temeraria labor. Fueron varios los hombres de estas tierras que se vinieron abajo durante esta ardua tarea y que pagaron con sus vidas.

»Una vez que concluíamos la poda, había que trasladar las ramas y exponerlas bien extendidas al sol sobre alguna paré de los alrededores. Cuando estimábamos que estaban secas, llegaba el momento de preparar los susodichos feijes, de hacer su traslado en el carro a casa y de almacenarlos en las teinadas.Durante los largos y gélidos inviernos, íbamos colocando estos ramayos bien desparramados en los varales de las cortes para que las ovejas saciasen el hambre pelando sus hojas como complemento del escaso heno.

Los caminantes, que están finalizando la cañada y ya muy próximos al río, advierten que el antiguo puente de madera está en muy mal estado y que corre bastante agua por el arroyo.

– Ya os comenté -dice Conia- que tendríamos que atravesar la reguera por uno de los lados; el puentecillo -pobre de él- no ofrece confianza.

Colás, siempre tan dicharachero, que si no habla revienta, les dice:

– Un momento, aunque ya el sol está próximo a dejarnos, estas construcciones merecen unas palabras. Y, volviéndose hacia sus compañeros, comienza:

– ¡Mirai!, el puentucho que hoy veis tan destartalado, antiguamente lo teníamos mimado porque era muy necesario para el servicio de las fincas de estos bagos y la comunicación hacia el Ayuntamiento, en Rabanal hasta hace casi medio siglo. Cuando tenía desperfectos se arreglaba y, cuando estos eran muy severos, los vecinos en concejo acordaban, y luego ejecutaban, su reparación. En facendera, unos remendaban las parés y otros cortaban por los alrededores los robles necesarios, los descañaban y preparaban los troncos. Estos había que trasladarlos al lugar mediante la ayuda de un carro que algún vecino se habría encargado de traer. Los roldos, bien subiéndolos al carro o bien arrastrándolos por un extremo con la pareja, llegaban al lado del muro. Cuando se optaba por lo segundo, atábamos en un extremo del madero una soga o cadena, que también uníamos a la trasga del yugo, y, alentando a la pareja con la guiada y los consabidos ¡arre, Morena!, ¡arre, Garbosa!, los conducíamos hasta el sitio. Una vez aquí, a fuerza bruta, conseguíamos ponerlos sobre el muro cercano y, a continuación, montarlos en la paré de la otra orilla. Después, con todas las vigas ya colocadas, situábamos transversalmente sobre ellas una faja muy tupida de ramas de roble, de piorno o urces, que terminábamos cubriéndola con una capa de tierra y tarrones, consiguiendo así un paso firme y seguro.

»En esta contorna, desde muy antiguo, eran muy habituales estos puentes. En nuestra aldea hubo otros dos sobre el río Prada, uno en La Pasada, hoy ya desaparecido, que hasta mediados de los sesenta permitía comunicarnos con Turienzo, y otro, algo más arriba, rehecho con una pasarela metálica hace unos años, que nos llevaba a Villar de Ciervos y a la feria de Lucillo.

– Buenas tardes. Qué … ¿de paseo? –llegan unas voces desde el abeseo, bajo las antiguas eras.

– Muy buenas nos dé Dios –responden todos, casi a coro, llenos de asombro al verlos.

– Casqui y Arsides, ¿los conocéis? -les pregunta Conia y termina-:  Son el ti Catolo de Prada y Enriqueta, su mujer.

Los cinco amigos superan el arroyo tentando con sus cayatas la seguridad de las piedras, no siendo que algún resbalón o desequilibrio dieran lugar a una inesperada sapada. Se acercan a los antiguos conocidos y, muy sonrientes y satisfechos todos, se saludan muy efusivamente.

Dibujo del autor del antiguo puente de La Puente (Chana de Somoza)

– Ya observábamos que hablabais de este puente –dice Catolo con gozo, poniendo la vista en el paso-. En Prada también los había. Por aquí pasé muchas veces camino del Ayuntamiento. Nosotros viajábamos mucho hacia el valle del Duerna, a Lucillo a la feria y a Chana o Molinaferrera a moler y serrar madera. Recuerdo ver uno en el río Duerna, al bajar de Chana hacia el molino del señor Pablo. Era largo y angosto, solo apto para personas y caballerías, como casi todos. Me contaban en el molino, mientras duraba la molienda, que a veces las enllenas lo derrumbaban y tenían que reconstruirlo, que era alto y en arco porque bajo él pasaban los carros cargados de hierba seca y de madera de los praos vecinos o de leña del monte. Constaba de tres grandes zancas de roble y cuatro amplios vanos. Sobre ellas y los muros de las costados descansaban varias y fuertes vigas, cubiertas transversalmente, como aquí, por un manto espeso de urces, bien compactado con tierra.

– Dices bien -farfulla de nuevo Conia-. Como sabéis, nací en Chana  y de joven trabajé mucho en el taller del tío Pablo. Yo conocí varios en ese río, el que has mencionado es el de la Puente, que conducía  a Filiel, a la Laguna y al monte del Urceo. Más arriba, en el lugar  que llaman La Magdalena, existía otro algo más corto, que permitía acceder a los prados y tierras de la margen derecha hasta Molinaferrera. Estos, como otros en este último pueblo, hace unos años que han dejado paso a los de hormigón y metal que hoy existen.

– Bueno… y ¿qué os trae por aquí? –pregunta Conia.

– Venimos en tu busca –dice Catolo con una leve sonrisa-. Nos dijo Cloti que habíais salido de paseo hacia Villausana, y aquí estamos. Mirad, tratamos, como sabréis, de recuperar el pueblo, tenemos la iglesia algo reparada y es nuestra intención traer a casa las campanas y a nuestro patrono san Bernabé.

– Nos parece bien –le replican los tres mayores al unísono-. Una de las campanas -sigue Cleto, que era el pedáneo en aquella época- la colocamos en la parte norte del campanario sobre una paré construida para ella, la otra – ya lo sabéis- está en Villa de Ciervos y vuestro santo, que hemos honrado en su fiesta durante varios años y al que le tenemos mucho aprecio y devoción, en nuestra iglesia. Una vez que tengáis los permisos correspondientes del obispado, no tenemos inconveniente en entregároslos. En los inicios de los setenta, cuando dijisteis adiós al pueblo, fuimos con nuestros carros en su busca; y lo que nos costó subir la campana a la torre por las escaleras tan estrechas y pendientes…

– Ahora las bajaremos -dice Catolo con una sonrisa socarrona-, y volverán a casa  con más facilidad, sin esfuerzo.

Foto del autor

Allí, al lado, jugueteaban distraídos Rucio y Rusqui y correteaban husmeando en los abundantes agujeros y toupas de la pradera en busca de una posible presa.

Nuestros amigos, viendo que el sol ya solo se deja ver por los solanos, inician la subida de la empinada cuesta, culebreando por las sendas de los animales, hasta alcanzar la cima que les pondrá en la carretera.

Llegados al cembo de la última tierra, los de Villausana se despiden con un «hasta pronto» muy encantados con la excursión y se alejan por Matalaforca camino de casa.

– ¡Que Dios os acompañe, amigos! Pronto nos veremos –termina Conia.

Cuando alcanzan la plazuela de la entrada del pueblo, Catolo y su mujer se despiden muy afablemente, se introducen en el haiga después de embarcar a su Rusqui y exclaman:

  • Ya sabéis: estáis invitados a san Bernabé. No faltéis.
  • Estaremos; ya lo veréis -replican  ellos muy agradecidos.

Conia y Casqui, algo cansados del largo paseo pero muy satisfechos, marchan tras el perrito que, más listo que el pan, se pierde camino de la plaza.

VOCABULARIO

Abeseo: umbrío, parte de terreno en que casi siempre hace sombra por estar expuesta al norte.

Atropar: apañar o recoger del suelo.

Aujero: agujero.

Bago: pago, extensión de tierras de labor.

distrito determinado de tierras o heredades.

Barrila: botijo.

Budibiella: abubilla.

Buraco: agujero.

Cabuerca: reguero grande o concavidad realizado por los romanos en sus labores mineras.

Cacha: cayata, bastón de mango curvo.

Cachoupa o carcaxo: recipiente de cuerno de vaca, taponado por el extremo de menor radio y provisto de un gancho para colgar al cinto; en él se llevaba  agua  y la piedra de afilar la guadaña.

Calea: calleja, calle de aldea estrecha y mala.

Caña: rama.

Carbaya: carballo, roble.

Casca: corteza.

Cayata: cayado. bastón hecho de madera con el mango curvo y poco peso. 

Cembo: caballón de tierra que limita la orilla de una finca.

Chacho: muchacho y por extensión: chicos y mayores.

Chapeta: cierre o pasador de una puerta.

Contorna: conjunto de pueblos de la zona.

Corte: cuadra, establo.

Cuarterón: puerta pequeña abierta en otra mayor.

Cuatrín: bolo redondeado que encabezaba la fila central en la piedra del juego de los bolos.

Custiellas: costillas, espalda de las personas. Llevar a custiellas es llevar un peso echado a cuestas.

Coyir: arrancar con un jajo plantas.

Cuelmo: manojo de paja larga sin grano, generalmente de centeno, y escogida para la fabricación de vilortos o también para techar las soberas.

Desianar: abandonar los polluelos el nido cuando ya vuelan.

Eiquí: aquí.

Encordiar, encordar: tocar a muerto.

Encruciada: lugar donde se cruzan dos o más caminos.

Engarriar: trepar agarrándose por paredes y árboles.

Enllena: crecida o aumento del caudal del río.

Esperai: esperad.

Espigo: extremo de una pieza de madera cuyo espesor se ha disminuido para que encaje en el hueco de la otra pieza donde se ha de ensamblar.

Facendera: hacendera, trabajo comunal al que debe acudir todo el vecindario.

Fardela: fardel o saquillo de tela para portar cosas.

Feije: haz o atado de hojas de hortalizas o de ramaje de chopo, roble u otras plantas.

Ferraina: centeno en verde como forraje.

Fuelga: en barbecho, no cultivadas.

Fura: mortaja o muesca; hueco que se hace en una pieza para encajar otra.

Gadaño: guadaña.

Guiada: aguijada.

Jajo: sacho, instrumento  agrícola para escardar.

Lao: lado.

Llamera: prado con cierta humedad y de escasa cosecha.

Machada: hacha, herramienta cortante, compuesta de una gruesa hoja de acero, con el filo algo convexo y ojo para enastarla.

Macheta: hacha.

Mañiza: haz de paja majada atado a dos caras mediante el vilorto.

Medra: abultamiento del árbol de trecho en trecho formado por los restos de las ramas de podados anteriores y las nuevas.

Mierla: mirlo.

Muyier: mujer.

Onde: donde.

Paré: pared.

Pedragal: pedregal.

Pega: urraca.

Peme: me parece.

Picota: parte superior, en punta, de un árbol.

Pito: pájaro carpintero.

Prao: prado.

Presa: estanque para el riego.

Pupú: abubilla.

Ramayo: rama baja del roble.

Ripiar: deshojar apretando con los dedos el tallo de la rama y recorriéndola hasta su final.

Roldo: trozo de tronco de un árbol de unos dos metros y medio, descañado.

Sabugueiro: saúco.

Sapada: caída de bruces.

Sistia: siesta.

Solano: solana.

Tarrón: terrón

Tenada o teinada: techo de palos sobre las vigas de las cuadras para guardar las mañizas o los feijes de hoja.

Toupa: agujero en la tierra hecho por los topos.

Trasga: objeto de hierro en forma de u, cerrado en sus extremos con un eje de madera, que cuelga del yugo y donde se introduce el cabo de la tiba y del calamón y se fija con la cabía.

Urz: brezo.

Varal: armazón de palos para colocar bien esparcidas las cañas con hojas.

Valleio: pequeño e incipiente valle.

Velía: turno de riego o de la vecera.

Vilorto: doble conjunto de pajas retorcidas  de centeno, contrapuestas y unidas en la zona de las espigas con un nudo, que se utilizaba para atar los manojos y mañizas.

Zanca: marco de madera compuesto de dos troncos verticales unidos en el extremo superior por otro horizontal mediante espigos y furas.

BIBLIOGRAFÍA

CAPOMANES ALVAREDO , Emilio: El Legado de Roma en la provincia de León. 2017

MATÍAS RODRÍGUEZ, Roberto: La Minería Aurífera Romana del Noroeste de Hispania: Ingeniería minera y gestión de las explotaciones auríferas romanas en la Sierra del Teleno (León-España). 2006

ALONSO GARROTE, Santiago: El Dialecto Vulgar Leonés hablado en Maragatería y Tierra de Astorga. 1909.

SALVADOR CAJA, Gregorio: Encuesta en Andiñuela.1965.


[1] Plinio nos explica el proceso: “ Se cavan fosas por las que fluya la corriente de agua (se llaman agogas); estas se cubren a intervalos con urce. Se trata de un arbusto semejante al romero, que por su aspereza retiene el oro. Los lados se cierran con tablas y por los lugares escarpados se suspenden los canales. El urce se seca, se quema y su ceniza se lava sobre césped abundante en hierba colocado debajo para retener el oro.

[2] El 27 de octubre de 1732, visita la ermita de Santiago que fue parroquia antigua, a la que manda su ilustrísima se de un blanco desde el arco de abajo y se tenga decente y reparada de todo lo necesario para que se pueda celebrar en ella misa y demás funciones que en dicha ermita se acostumbran.

[3] El 7 de junio de 1745 visita la parroquia el Ilmo. Sr. D. Pedro de Cáceres, obispo de Astorga, y en su mandato Nº18 dice: » se visitó la Ermita de Santiago, que antiguamente fue parroquia, la que se halla sin decencia ni alaja (sic) ninguna y manda que el Sr. cura procure que siempre esté con la puerta cerrada para que no entren en ella ni ganados ni pastores».

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