INICIO Y FIN DE LA VIDA EN MARAGATERÍA
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Martín Simón Martínez
Tarde de verano; un cielo azul, ardiente, todo en calma, solo unas mariposas vagan por los alrededores de la plaza. Los compañeros, como era costumbre, descansando bajo los árboles ensimismados en sus historias.
Acude la señora Leo exultante, y sin poder contener las palabras exclama: ¡Mi nieta Claudia ha tenido una hija, soy ya bisabuela
-¡Muchas felicidades! – le replican todos a coro.
-¡Que la vea usted casada! – añade Cloti.
-Ahora, el embarazo y el parto son seguidos y preparados con desvelo, antes la mujer maragata pasaba por muchas incertidumbres, no pocas veces le esperaba la muerte – precisa Dosinda, que añade-: Señora Leo, anímese, refresque su memoria y tráiganos sus recuerdos y vivencias de la niñez y juventud.
-Ya sabéis que no sé negarme, para mi es una satisfacción rememorarlo – repuso Leo, mostrando una cara llena de satisfacción.
»Contaba mi abuela que, si la embarazada tenía un antojo, era obligado el complacérselo, se podía cumplir; que si la mujer había quedado encinta en luna llena o creciente, tendría un niño, si en luna nueva o menguante, una niña, y que en el invierno era cuando más niños nacían, bien a causa de que muchas bodas se celebran en Pascua o bien porque los temporeros volvían a casa en primavera.
»Los hijos eran muy deseados en nuestras familias como dicen cantos de la boda cuando, ya casados los novios y sentada la pareja en la plaza, el padrino, mientras les arrojaba unos puñados de trigo, los bendecía con estas palabras:
Que este matrimonio sea
tan fecundo en hijos
como fue la tierra
que crió estos trigos
» Cuando la parturienta[1] presentaba los primeros síntomas, a los rapaces ya no los dejaban ni acercarse por la casa. En ciertos pueblos le colgaban un cordón con una bola[2] -especie de piña- que se iba abriendo a medida que tenían lugar las primeras dilataciones.
» El parto tenía lugar, habitualmente, en la cocina, a veces en el cuarto e incluso en la cuadra de las vacas, en un lugar cubierto de paja preparado para el acontecimiento. Si ocurría en la cama, sobre ella se colocaban ropas viejas, y debajo de estas, pieles de cordero, para evitar que se manchase el jergón[3]. La parturienta era asistida por la madre u otra mujer experimentada del pueblo, la partera. Antes del parto se le ponían a la paridera paños calientes en el vientre, recibía masajes por la tripa y palabras de aliento y de ánimo, la exhortaban a pasear y le servían un fervíu de vino caliente con miel. Si el parto era difícil se colocaba alguna imagen en el cuarto o alguna medalla sobre el vientre y se llamaba al médico.
»Después de parir, la conducían al tálamo y el marido tomaba la placenta para enterrarla en un lugar húmedo[4] (existía la creencia de que haciéndolo así se evitaba que la madre tuviese mucha sede) y hondo, para que los animales no dieran con ella. Seguidamente, la comadrona se preocupaba del niño, lo envolvía en una toalla y se lo entregaba a la abuela. A continuación lo lavaba con agua templada, le ataba el cordón umbilical con una hebra de lino, le curaba el ombligo colocándole encima un pañito de lino impregnado en miel y lo empañaba.
»Las vecinas y familiares llevaban a la nueva madre alimentos muy valorados entonces, como chocolate y caldo de gallina y, si estaba el niño escocido, le aconsejaban aplicarle el caronjo en la parte irritada. Si la criatura corría peligro de muerte se le administraba el bautismo de urgencia con «agua de socorro» traída de la iglesia. En ocasiones, cuando a la madre le escaseaba la leche los primeros días, diba una mamantadera que se encargaba de darle la teta.
»Los bebés eran enfajados durante los cuatro o cinco primeros meses, desde las axilas hasta los pies y con las piernas rectas, y transcurrido ese tiempo les liberaban las piernas y decían: “Vamos a dejarle los pies sueltos”. Les colocaban los pañales de lienzo y la camisina, le rodeaban un trozo de mantón, doblado por los pies para cerrarlo, y finalizaban el enfajado rodeándolo varias veces con el orillo. Concluían colocándole el jersey, la mantiella o el faldón, y en la cabeza, el gorro. Se sacaba el nene a la calle al cuello, acuchado con el mantón, la toquilla o la frísa, en invierno, y con el dengue, en verano.
»A los bebés les ponían alrededor de la cintura un cordón (algunas familias más pudientes, una cadena de plata), por encima de la faja, del que hacían colgar chupadores, dijes, amuletos, escapularios pequeños y los Evangelios[5] en bolsitas o carteras bordadas, para protegerse de enfermedades y ahuyentar las brujas (mal de ojo). Solían destetarlos a partir del año comenzando con una papa (en la década de los cincuenta pelargón o maicena) que la madre conseguía, con paciencia y engañifas, depositar en la boquita del bebé.

»Durante la cuarentena[6] la mujer permanecía en casa, realizaba los trabajos más leves, se quedaba en la cama los primeros días y no se mojaba ni las manos. La cuidaba su madre o la suegra, le hacían chocolate de desayuno, cuando todos los demás desayunaban unas sopas de ajo o un caldo de patatas con unas sopinas bailando.
»Una vez transcurrido el aislamiento, era presentada la mujer en la iglesia. Acudía a misa con el bebé y un cestito con dos velas, tapado con un paño; eran recibidos a la puerta del templo por el sacerdote, revestido con el alba y la estola, el sacristán, los monaguillos y el padre portando la cruz. El párroco rociaba a ambos con agua bendita, rezaba unas oraciones y, colocando la estola sobre la cabeza del niño, los acompañaba hacia el altar donde se iba celebrar la santa misa. La madre, con la vela encendida en su mano, al llegar al ofertorio ofrecía un pan en acción de gracias.


»El bautizo[7] tenía lugar en la primera semana de vida. A él no asistía la madre, que, como se ha dicho, permanecía en el hogar guardando el retiro. Al bebé se le ponía el traje de acristianar, muy vistoso y con mucho colorido: en la antigüedad, mantiella con ricos bordados, más tarde el faldón, regalo del padrino, y el gorro con muchas florituras, obsequio de la madrina. Los padrinos con la criatura, el padre y otros familiares más próximos, rodeados por la rapacería, esperaban ante la puerta del templo al sacerdote, quien, acompañado por el sacristán con la cruz y los monaguillos, los recibía e interrogaba por el motivo que les traía. Una vez cumplido el rito de entrada, pasaban todos al interior del templo, al baptisterio, donde iba a tener lugar el sacramento.

-¿Te acuerdas, Conia, del bautizo de Colás? – dice Leo con regocijo.
-¡Claro! ¡Nunca se me olvidará! Fue muy curioso y divertido – replica Conia con entusiasmo, a la vez que dirigía una mirada complacida hacia ella[8].

-Yo era rapaz y, como los demás, no me perdía estos acontecimientos. Los padrinos con la criatura, padre, tíos y demás familiares se dirigen a la iglesia, se unen la rapacería del pueblo y curiosos, se adentran en el sagrao y se sitúan ante la puerta del templo. Viene el clérigo, con el sacristán y monaguillos, presidiendo la comitiva la cruz parroquial, y hace las preguntas del ritual dirigiéndose a los padrinos: ¿Qué traéis a bautizar, infante o infanta? El padrino contesta: No sei, no hay mirau. El sacerdote, sorprendido ante estas palabras, trata de reprimir su enojo y exclama: No merece ser padrino quien así contesta. Hubo un poco de calma, se reanudó la ceremonia y, al introducirse en el templo, los presentes se dirigen hacia la pila bautismal atropelladamente, sin respetar al eclesiástico ni a nadie. El enfado del párroco aumenta y empieza a repartir mandobles entre los presentes, quienes emprenden presurosamente la salida hacia el cabildo. Una vez que se ha recuperado la serenidad, se reanuda y finaliza la ceremonia.
-Años más adelante, – prosigue Conia, con una sonrisa afable- el sacerdote hizo una visita al pueblo y, al recordarle la anécdota Colás, ya veinteañero, manifiesta: Me recuerdo perfectamente, interiormente me reía pero tuve que poner orden y seriedad.

-¡Vaya anécdota más graciosa y provocadora! –exclama Cloti, celebrando la historieta.
Al finalizar el sacramento, -continúa con el relato la señora Leo con cara aún festiva- los rapaces y demás asistentes abandonaban apresuradamente el templo, se colocaban expectantes ante el atrio esperando la llegada del padre y padrinos, quienes, si eran rumbosos, con las fardelas bien repletas de golosinas, les obsequiaban arrojándoles abundantes caramelos, almendras y hasta monedas (reales o pesetas); si eran poco pudientes, se tenían que contentar con cucas, algunos caramelos, perrinas y perronas. Ellos, entre una gran algazara, saltaban y se arrojaban al suelo con suma rapidez para tratar de atraparlas. Cuando los obsequios eran escasos se lo reprochaban exclamándoles: Padrino roñoso…, roñoso,…
»A los primogénitos los apadrinaban los padrinos de la boda de los padres; a los posteriores, parientes o amigos. Los nombres de los neófitos surgen por iniciativa de los padrinos y padres: se le ponía el nombre del padrino, al niño, o el de la madrina, si era niña, de los abuelos o del Santo del día, por muy raro que fuera. Se solía poner un solo nombre, a veces dos: José, Francisco, Tomás, Antonio, Pedro, Juan, si son niños y María, Manuela, Josefa, Antonia, Carolina, Encarnación, si son niñas.
»Los bebés dormían en cunas de madera y en otras rústicas y ligeras para llevar al campo en los desplazamiento de la madre. Mientras eran párvulos, aún sin saber andar, eran introducidos en los carretos para que se distrajesen y dejaran realizar las tareas domésticas a su mamá. Le ponían patucos de lana en los pies, a modo de zapatos, y cuando sabían andar, les hacía el padre u otro familiar unas galochinas de madera, que calzaban con unos chapines de lana tejidos primorosamente por su madre o abuelas.



»La adopción no era habitual. En ocasiones, cuando los padres perdían un hijo, sacaban un niño del hospicio y lo criaban como propio recibiendo por ello una compensación económica. Al llegar la pubertad, el crío debía regresar al orfanato. A veces, se quedaba con la nueva familia pasando a ser uno más de sus hijos.
»Cuando la madre iba a trabajar al campo, llevaba a menudo a su bebé con ella, ayudada por alguna hija mayorcita, si existía, que portaba al pequeñín abrigadito con la frisa o el mantón en la caballería hacia la tierra, para que, relevando a su madre, ésta le diese de mamar en algún descanso. Algunos matrimonios sin fiyos mayores, para poder atender mejor sus labores del campo, solicitaban a otra familia con varios, una zagala que se preocupara del bebé.
»Los afijaos[9] ya mayorcitos, la víspera
de Reyes, preparaban con la ayuda de sus padres, un buen ramo (hiedra, laurel,
olivo…) adornado con dulces, como galletas e higos. Al día siguiente por la
mañana, después de la misa, se encaminaba
el pequeño hacia la casa de sus padrinos y en la puerta, ante ellos, le
cantaban el ramo:
Buenos reis, buenos reis,
aguinaldo me daréis.
Estas puertas son de encina,
aquí vive mi madrina, buenos reis.
Estas puertas son de pino,
aquí vive mi padrino, buenos reis.
Buenos reis, buenos reis,
aguinaldo
me daréis.
Los padrinos les invitaban a entrar a la vivienda y allí les entregaban sabrosos regalos: chorizo, morcillas, algún botillo y hasta monedas (reales, pesetas, incluso duros).
»Al bajar el sol, emprenden nuestros amigos su paseo habitual por los entornos del río disfrutando de las alargadas sombras de los chopos, fresnos, umeiros y avellanos; del murmullo del agua cercana, que serpentea rápida entre los cantos, y de los armoniosos coros de los pájaros desde las atalayas de los árboles. Revolotean atractivas mariposas que, como retando a los chiquillos, se empeñan en posarse en las flores de los alrededores, mientras ellos, sin conseguirlo, insisten en alcanzarlas.
– Parece que tañen unas campanas – advierte Casqui, con extrañeza.
– Sí, encuerdan en Villausana. Al regresar veremos la esquela en la plaza – interviene el tío Conia y añade con tristeza-: En estos pueblos ya solo quedamos viejos.
– ¿Qué recuerdos guarda de su niñez y pubertad y llegaba el final de la vida? – pregunta Chirri, esbozando una sonrisa cariñosa.
– Cuando una persona –prosigue el anciano- estaba enferma se avisaba al médico, y si se agravaba la enfermedad, al cura para que lo despachase.
»El sacristán subía al campanario y, con el toque de campanas encordando, hacía saber al vecindario el triste acontecimiento. En procesión, el sacerdote, el sacristán con la cruz y los monaguillos tocando la esquila se ponían en camino hacia la casa del moribundo. Las gentes que se encontraban con la comitiva, se paraban, se inclinaban y santiguaban mientras decían: Van a darle lo bueno a fulan. Este cortejo quería ser la despedida solemne y triste de la comunidad a uno de sus vecinos.
»El cuarto del enfermo esperaba con una mesa próxima al lecho, un paño blanco sobre ella donde el religioso colocaría el crucifijo, un recipiente con agua bendita y una rama de olivo del Domingo de Ramos para que el sacerdote le diera la bendición al enfermo. El clérigo lo oía en confesión, si estaba consciente, le daba la absolución y le administraba la extremaunción y el viático –lo había despachado-. Mientras agonizaba entre sus familiares y amigos, los presentes rezaban el rosario, y así, entre rezos, la vida, poco a poco, se iba apagando. Una vez que daba el último aliento, las campanas tañían a muerto, como ahora en Villausana.

Siguen su excursión nuestros amigos, se acercan al molino, que permanece ruinoso, en silencio, como esperando que el molinero lo despierte de su largo letargo. Algunos, atraídos por las aguas cristalinas y frescas del riachuelo, se internan en él deseosos de apagar el secaño acumulado. Alborozados, lavan sus manos y, con ellas a modo de cuenco, llevan a sus bocas el ansiado líquido.

-¡Qué ricura de agua! –exclama Casqui, sacudiéndose las manos.
-Así vamos terminando por el campo, artilugios y gentes – reitera el tío Conia, con melancolía.
-¡Anímese, amigo! ¡Levante ese espíritu! – repuso Cloti, volviéndose a él, mientras le animaba a continuar con la narración.
»La mortaja se realizaba con la ropa de la boda u otro traje – sigue ahora la señora Leo, y añade-: se aseaba el cadáver y se afeitaba, si era hombre, se le cerraban los párpados y la boca, ésta mediante un pañuelo anudado en la parte superior de la cabeza, se le ataban las piernas para conservarlas rectas y se le colocaban las manos en cruz sobre el pecho y entre ellas un crucifijo. El cadáver amortajado lo situábamos encima de la cama o sobre un arca hasta que los hombres encargados hicieran o trajeran el ataúd[10], donde era introducido. En la sala del velatorio, alrededor del cuerpo se instalaban cuatro o seis velones de cera encendidos. Escalonadamente, los vecinos del lugar[11] se acercaban a acompañar a la familia. Al llegar, cada persona tomaba la ramita de olivo y rociaba el cadáver con agua bendita y musitaba unas oraciones[12]. Durante la noche, acomodados en algún escañil, banqueta o cualquier sentayu, los presentes rezaban el rosario varias veces y, entre uno y otro rezo, mantenían entretenidas y hasta divertidas charlas sobre distintos sucesos acaecidos. De vez en cuando, la familia rogaba a los presentes que tomaran algo de pan o galletas y lo regaran con vino o aguardiente (no era raro que alguno terminara algo pimplado)[13].
»Entre tanto, -apostilla el tío Conia- dos o más hombres se dirigían al cementerio y excavaban la poza donde se enterrará al muerto. Los huesos encontrados serán apartados para depositarlos luego sobre el ataúd o en la huesera[14] de la iglesia.
»Cuando llegaba la hora del entierro[15] -retoma la palabra Leo, poniéndose seria-, se acercaba la comitiva (sacerdote, sacristán y monaguillos) presidida por la cruz y los faroles a la casa del difunto, que ya esperaba en el portal. El párroco dirigía unas plegarias y, al terminar, partía la procesión hacia la iglesia, los hombres, delantre, y las mujeres, a continuación. Los familiares tomaban las cerillas dispuestas y, con ellas encendidas, acompañaban a su ser querido. Al llegar, se colocaba el féretro en el atrio y pasaban los asistentes al interior para celebrar el funeral y el oficio de difuntos.

»Seguidamente, en peregrinación y de nuevo dirigidos por la cruz y los faroles, emprendían con la caja el camino hacia el cementerio, habitualmente contiguo a la iglesia. El cura bendecía la fosa, dirigía las oraciones y cantaba los responsos, que eran premiados con distinta calderilla. Al dar por terminados los rezos, y ante los apenados familiares y demás gentes, los enterradores introducían la caja y los huesos en la poza y procedían a arrojar la tierra hasta completar el llenado de ella. Un tiempo después, la familia colocaba una losa con los datos del finado grabados rústicamente en ella y, desde los años cuarenta, ya una cruz de fundición con una reseña del fallecido. Las sepulturas no tenían derechos, pasados los años se volvían a utilizar para nuevos enterramientos.

»Se guardaba un riguroso luto -sigue la señora Leo-, en mayor medida por padres e hijos, llegando a varios años o a toda la vida si se iban sumando fallecimientos cada cierto tiempo, muy habitual entonces. Las mujeres vestían de negro[16] y los hombres solían llevar un brazalete negro en la manga de la chaqueta o un botón negro en la solapa. Mientras se observaba el duelo no se podía asistir al baile o a otra ceremonia de diversión ni a bodas o bautizos.
»A los difuntos se les encargaba una misa de cabo de año. El día de difuntos[17], se decían tres misas cantadas por los fallecidos a las que asistían todas las gentes del pueblo. A la salida del culto se hacía la visita al cementerio: todos en peregrinación con la cruz y los dos faroles nos dirigíamos al camposanto cuyas tumbas estaban adornadas con flores (crisantemos). En su interior, el clérigo presidía las plegarias y recitaba los consabidos responsos por los difuntos mientras se sentía el tintineo de las monedas en la bandeja del monaguillo. Contaba mi abuelo que, cuando se enterraba en la iglesia, el día de los Santos cada familia llevaba su oferta al lugar donde se hallaban enterrados sus familiares, que si habían sido adinerados, se encontrarían próximos al presbiterio, y si, pobres, más atrás.
»Los méndigos que acudían el día del entierro recibían un mendrugo de pan de la familia del fallecido.
»En ciertos pueblos, una vez celebrado el sepelio[18], los familiares, los autores de la sepultura y los que habían traído el ataúd acudían a la casa del finado, donde les tenían preparado un aperitivo[19]: escabeche, chorizo, jamón, pan y vino. En Andiñuela, a los ocho o quince días, la familia daba la limosna a los vecinos del pueblo. Acudía una persona por vecino a la puerta de su casa o en el corral al finalizar la misa, si la había, si no, se tocaba para ir (encordar un poco y luego repicar). Decían: “Ya tocan a la limosna”. El repartidor tenía preparado el pellejo, un jarro grande y el pan sobre la mesa. Cada persona se acercaba a ella con su jarro de barro, recibía el cuartillo de vino y tomaba un regojo de pan –en los últimos años un bollo-. Una vez que se acababa el reparto, se rezaban diversas oraciones, el rosario y otras retrólicas por el difunto y demás familiares fallecidos. Al finalizar, después de una hora, más o menos, las personas se iban y el rezador era invitado al almuerzo con la familia.
»Los domingos en la misa, durante un año, los familiares – generalmente las mujeres- llevaban un cestito con dos velitas cubierto con un vistoso paño, era la oferta[20], que colocaban en el suelo en el primer banco, delante de ellos y allí permanecían encendidas durante la misa. Al concluir, el sacerdote se acercaba y rezaba un responso ante el hachero. A veces, cuando los fallecimientos habían sido varios, también lo eran las ofertas.
»Al atardecer y al alba, una persona, por velía, recorría la calle[21] alrededor del pueblo tocando la esquila de las ánimas para avisar a los vecinos que era la hora de oración. Esta costumbre dejó de practicarse en los inicios de los sesenta del siglo pasado.
Dice Isabel Botas en su trabajo sobre la Maragatería que este toque de la esquila está documentado ya en 1695, en las Ordenanzas de Turienzo para Andiñuela: Cap XLIII, de la campanilla de las ánimas: “Iten hordenamos i mandamos que se toque todos los días la campanilla de las ánimas al poner del sol, poco más o menos, para que todos tengan acuerdo de encomendarlas a Dios, i el que las tocare sea persona suficiente para dicho ministerio pena de cuatro reales para las misas de las dichas ánimas”.
– ¡Qué bello atardecer! Los rayos del sol nos abandonan, ya solo recibe sus caricias el teso del Cueto. Nos adentramos en las primeras casas del pueblo, se oyen ladridos sueltos y un balar lejano – exclama el tío Conia, calmosa y jubilosamente.
– Se adelanta Cloti, se acerca a la escuela y busca al causante del toque de Villausana, y amable y conciliadora, comenta: Es Dámaso Carro “el tío Sonia”.
– Nuestros amigos, Conia y Leo, se estremecen y susurran a coro: ¡Dios lo tengan en su gloria!
VOCABULARIO
Acuchar: Cubrir o envolver al crío con una prenda para darle calor.
Afijao: ahijado.
Cabildo: Atrio de la iglesia.
Caja: ataúd.
Caronjo: polvillo de madera de roble vieja producida por insectos en el interior de ella y que se usa como si fuesen polvos de talco.
Carreto: especie de cilindro con un aro superior unido por barritas a la base y que servía para tener al niño pequeño entretenido.
Cerilla: velita delgada y larga, blancas o de colores.
Cerras: fleco de ciertas prendas de vestir.
Chapín: calcetín de lana.
Cuca: bolitas dulces de distintos colores y baratas.
Delantre: delante.
Despachar: en la religión católica, despedir y administrar los últimos sacramentos al moribundo.
Diba: iba.
Encordar: tocar a muerto.
Escañil: escaño pequeño.
Fardela: fardel o saquillo de tela para portar cosas.
Fervíu: hervido, tisana hecha al fuego resultado de la mezcla de vino y miel.
Fiyo: hijo.
Frisa: paño rústico de lana que, puesto sobre la cabeza y los hombros, sirve a las mujeres maragatas como abrigo.
Huesera: osario, lugar en donde se echan o guardan los huesos de los muertos.
Mamantadera: nodriza, mujer que amamanta a una criatura ajena.
Mantiella: mantilla.
Mantón: pieza cuadrada o rectangular de abrigo y negra utilizada por las mujeres maragatas y con terminación en sus extremos en cerras, que se echa sobre los hombros.
Méndigo: mendigo.
Mirau: mirado.
Orillo: tira de lana de unos seis cm de ancho y unos tres metros de largo para sujetar el enfajado del bebé.
Papa: comida de niños.
Perronas: monedas de diez céntimos de peseta usuales hasta los años sesenta del siglo pasado.
Perrinas: monedas de cinco céntimos de peseta usuales hasta los años sesenta del siglo pasado.
Pequeñín: niño al nacer.
Pimplar: beber con exceso.
Poza: hoyo en la tierra del camposanto para enterrar el cadáver.
Rapaz: muchacho o muchacha de corta edad hasta los catorce años.
Regojo: trozo de pan.
Reis: reyes
Retrólica: verborrea, charla, facilidad de palabra.
Rezadera: persona que dirige las oraciones en la limosna.
Rodo: manteo que usan las maragatas.
Roñoso: escaso en los obsequios, tacaño.
Sagrao: atrio de la iglesia.
Secaño: sequedad de boca.
Sede: sed
Sei: Sé
Sentayu: asiento suelto como una piedra o un tronco de madera.
Umeiro: omero, aliso, árbol de ribera.
Velía: turno u orden en las obligaciones de los vecinos.
Zagala: niñera, entre doce y quince años, que en las familias maragatas se empleaba para cuidar a los niños de pecho.
BIBLIOGRAFÍA
BOTAS SAN MARTÍN, Isabel: La Maragatería., Cuencos Literarios nº 60, Ediciones Cardeñoso, Vigo, 1990.
BLANCO ALONSO, Raúl: La Somoza de Astorga (tierra de maragatos). Libro 3º. La Villa de Molinaferrera, Filiel de la Sierra, Chana de Somoza y Boisán, Gráficas Lucentum, S.A., Madrid, 2005.
ELENA ANDINA DÍAZ : Los cuidados prestados por las matronas en el Bierzo Alto (León): Cien años de evolución.
CASADO LOBATO, Concha: La Indumentaria tradicional en las Comarcas Leonesas, Diputación de León, León, 1991.
CASADO LOBATO, Concha: El nacer y el morir en tierras leonesas, León por dentro nº 3. Caja España, León, 1992.
MADRID
RUBIO, Victorino: El habla maragata
(contribución a su estudio), Reprografía Mata, Valladolid, 1985.
[1] Entrevista con Conchi Alonso Alonso, de Filiel, Facebook, 9 de enero de 2018.
[2] Entrevista con Belarmina Fernández, Andiñuela (León), 31 de marzo de 2018.
[3]Así lo confirma Elena Andina Díaz en su estudio.
[4] En Andiñuela la enterraban en el paraje de Las Nogales
[5] La familia del autor conserva dos ejemplares de los Evangelios, uno de Chana de Somoza (2cm x 2 cm) con el cordón y otro de Andiñuela más pequeñito (1,5 cm x 1,3 cm)
[6] Período de cuarenta días, desde el parto, durante el cual la parturiente tenía prohibido realizar trabajos de labranza y salir fuera del casco urbano.
[7] En Escritura (18 de marzo de 1621) de concordia entre el concejo de la villa de Molinaferrera y su cura párroco se dice: iten que en quanto al undezimo capitulo, de los bautizados, dixeron que si el cura quisiere ir a comer en casa de los padres de los bautizados o a zenar baya, y si no le den un real y un quartillo no más.
[8] Entrevista con Antonio Franganillo Martínez, Facebook, 15 de diciembre de 2017.
[9] Entrevista con Antonio Franganillo Martínez, Facebook, 1 de enero de 2016.
[10] Las cajas se hacían en el taller de Pablo Martínez, de Chana de Somoza; en el de Pedro Martínez, de Quintanilla de Somoza y en el de Toribio Alonso, de Lucillo. Se pintaban de negro, si era pudiente y si no, sin pintar. Últimamente se recogían en casa de Lorenzo Blas y Eladio Campano, de Lucillo, o en las funerarias de Astorga.
[11] Ordenanzas del Concejo de Chana de Somoza (1772). Capittulo 55. De los entierros.
Porque es jussto que en todo fiel Christiano resplandezca la charidad con los próximos y piedad con los difuntttos, teniendo attenzion al cortto vezindario deste pueblo ordenan y mandan que todos los vecinos de estte lugar quando alguna persona hubiere en él difuntta asisttan a su enttierro por sí o persona en su nombre, de modo que de cada casa asistta una, para encomendar a Dios el anima de el difuntto; y el que no asisttiere pague de pena un real, la mettad para sufragios poe ella, la quartta parte para penas de cámara, y lo demás para los propios de el dicho Conzejo. Y también mandan que tres vecinos de los mas inmediattos a la casa de el difunto asisttan de noche en casa de estte a velar el cadáver, so la dicha pena.
[12] Ordenanzas del Concejo de Filiel (Año de 1731 mes de abril) Capítulo 80. Difuntos. Iten hordenamos y mandamos que, quando hubiere algun difunto en dicho lugar, los quatro vecinos mas zercanos al tal difunto tengan obligazion a velar el cuerpo toda la noche, a los quales se les dé una azumbre de vino a costa de los bienes del tal difunto si los tubiere; y todos los vezinos, por lo menos de cada casa su persona, acudan a enterrarle, y el que no lo hiziere pague de pena dos quartos para azer bien por el anima del tal difunto; y los dichos quatro vecinos el que faltare pague dos reales para dezir una missa por el dicho difunto; y los que lo llevaren a la iglesia y lo enterraren se les de por razón de su trabaxo una azumbre de vino.
[13] Testimonio de Jesús Carrera Pérez, de Lucillo; de Antonio Arce Panizo, de Pobladura, y Belarmina Fernández, de Andiñuela, 5 de enero de 2018.
[14] El osario estaba señalado en el atrio, a modo de logotipo, con dos tibias en cruz y tres calaveras.
[15] Ordenanzas de la cofradía de Nuestra Señora de las Candelas de Filiel (1655). En la constitución número 6 se dice: Itten se hordena que quando fallezca algún hermano asistan todos los demás hermanos al enttierro, y que cada uno pague quatro maravedises para distribueirlos en responsos o misas por la ánima de el hermano difunto. Y si algún hermano, sis excusa legítima, no asistiese al entierro se le multa en ocho maravesdises, o en más al arbitrio de el señor cura y juez, como no esceda de diez y seis maravedís.
[16] Para teñir de luto la ropa se recogían ramas de umeiro, se picaban en trocitos y se echaban a cocer en el agua y una vez cocidas se colaba el agua y se introducía la prenda de ropa en ella agitándola con un palo. Últimamente se compraban polvos de tinte en la feria, se echaban al agua y cuando estaba hirviendo se echaba la ropa y se removía para que la prenda quedase teñida por igual.
[17] Iten en quanto al al dezimo quinto capitulo, que piden al cura les dé el día de los difuntos unos pedazos de pan y unas veçes de vino conforme a la costunbre antigua y lo que hizieron sus antezesores, dixeron que el cura y sus suszesores curas guarden la costunbre dándolo a los hombres que estuviesen presentes.
[18] En Escritura (18 de marzo de 1621) de concordia entre el concejo de la villa de Molinaferrera y su cura párroco se dice: Iten que en quanto al octavo capitulo, que se quexan los vecinos que el cura lleva muchas bollas (pan pequeño) y bino el dia del entierro, noveno y cabo de año, dixeron que conforme a la costunbre antigua no se debe más ni an de llevar él y sus suszesores de lo que llevaron sus antezessores, que son quatro bollas en cada auto y una açumbre de vino el dia del entierro, y en los mas autos media açunbre, salvo si el testador mandare más. Y que, en quanto al responso de la messa después de aver comido los sacerdotes, á de ser voluntad de los herederos, salvo si el testador hordenare otra cosa.
[19] Entrevista con Belarmina Fernández, Irene y Florinda Ramos, Andiñuela de Somoza, 12 de abril de 2011y 30 de marzo de 2018.
[20] Estas ofertas las ha vivido el autor en Chana de Somoza y me las ha confirmado Belarmina Fernández, Andiñuela de Somoza, 12 de abril de 2011.
[21] El autor se recuerda de cómo, cuando era niño, los rapaces se acercaban a la esquila para besarla.