LAS LABORES ESTIVALES EN LA MARAGATERÍA

Este trabajo fue publicado en julio de 2016 en la Revista Cultural «Argutorio» .

 

Portada de Argutorio

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LABORES ESTIVALES

EN MARAGATERÍA

 

Martín Simón Martínez

 

Tarde tranquila, luminosa, de cielo diáfano y atmósfera sonora de un día de julio que muere lenta y lánguidamente. Los veraneantes regresan del paseo vespertino y se dirigen, como de costumbre, a la plaza del pueblo. Se acomodan en el banco de piedra y prosiguen con la muy animada y amena charla.

¡Cuántas historias habrán escuchado estas piedras de mozos y mozas, de mujeres hilando o haciendo calcetín…!

Se aproxima uno de los hombres más maduros del pueblo, el tío Conia: alto y fornido, algo encorvado por los años, de ojos francos y vivarachos que conversan hasta cuando no hablan, animoso, alegre, de verbo abundante y fluido. Es una delicia participar en su conversación.

– ¡Buenas tardes, tío Conia! Siéntese con nosotros y háblenos de las quehaceres de las gentes de su tiempo – le saluda con afecto Chirri, uno del grupo.

–  Muy buenas nos dé Dios – responde él, mientras se acomoda en el banco, y agrega-: ¡Qué tiempos aquellos! ¡Cuánto había que trabajar…!

–  No había descanso – El abuelo hace una pequeña pausa y continúa con gozo el relato de sus recuerdos-. La hierba la teníamos en casa, había años en que el día de san Pedro ya estaba en el pajar.

Comenzábamos julio con las facenderas. Al despuntar el día, nos reunía el toque de campana, había que proceder a la reparación y acondicionamiento de presas y zayas que permitiesen el riego de otoños y linares. Acudía una persona por familia, generalmente el hombre; la mujer se preocupaba de la casa, de los hijos y de despachar los animales.

A media mañana concluía la hacendera, el trabajador se encamina a la finca donde ya su familia se encuentra: hay que cavar las patatas y, pasados unos días, preparar los sucos para el riego: asucarlos. ¡Cómo dolían los riñones! – decíamos nosotros.

Era el tiempo, también, de plantar la remolacha para forraje. Una vez dispuesta la parcela, nos acercábamos al semillero en busca de la planta o, si no disponíamos de él, al mercado del martes en Astorga. Al iniciarse la plantación, el cabeza de familia con su pareja y la tiba abría un suco y sobre él otro, los familiares introducían  la raíz de las plantitas en la tierra recién movida y tierna, y los niños, normalmente, completaban la tarea llenando con la regadera la pocita de agua. Seguidamente, se proseguía el trabajo repitiendo las mismas faenas hasta concluir la labor.  A los pocos días nos acercábamos a regarlas para asegurar su arraigamiento y donde se hallase alguna ajada, reponerla. Una vez enraizadas y crecidas, se las mullía y, ya más desarrolladas, se procedía a su asucado, quedando listas para el riego.

A finales del mes tocaba la plantación de los repollos, que por ser menos exigentes de agua, se solían hincar en las cortinas o  tierras de secano cercanas.

El buen hombre hace un breve descanso y, con cierta añoranza, transmite el deseo de recitar  una bella poesía del libro Bajo nuestro Sol que guarda como un tesoro, recuerdo de su madre de su estancia en Argentina.

Al caer la tarde

 

Tañidos lentos

del campanario

que llora cerca

del campo santo;

 

ladridos sueltos,

aullidos largos,

mugir de bueyes,

balar lejano;

 

álabes mustios,

contornos vagos,

y, entre las sombras,

 

las ramas secas

como falanges

de inmensas manos.

 

 

–Preciosos versos – comenta Chirri y asienten todos.

–Abuelo, no nos ha hablado de la siega del pan – replica Casqui, otro del grupo.

 

–Cuando se acercaba la fiesta del Patrón –retoma el tío Conia el relato- iniciábamos la siega. Al alba, los hombres llenaban de hierba los pesebres del ganado y partían hacia la finca para iniciar la siega. Mientras, sus esposas realizaban las labores domésticas: echaban la comida a los cerdos y a las gallinas, preparaban la merienda y levantaban y arreglaban a los niños, que en no pocas ocasiones les acompañaban a la tierra. Una vez completadas las tareas, emprendían el camino con el apoyo de la caballería familiar, cuando existía, hacia la heredad con las viandas. Ya en la finca, depositaba los enseres y alimentos a la sombra de algún árbol o bajo unos cuantos manojos apilados, y con frecuencia ubicaba al bebé en la cuna portátil -camita formada por una tela fuerte fijada en sus dos extremos a sendos bastidores con sus patas  entrecruzadas-. El marido e hijos mayores, si los tenían, acudían al almuerzo, y una vez concluido se dirigía la familia al completo a la labor, no había descanso.

A media mañana había que tomar las diez – se decía-. Acudíamos a la sombra, tomábamos un piscolabis: pan, algo de carne, cebolla, vino, y … al tajo de nuevo.

Los segadores, con la hoz en su mano derecha, se incorporaban a  la estaya y proseguían la siega del cereal sin descanso. Cuando el puñado se completaba, había que darle la chaviadura para conseguir así la  máxima cantidad en la mano y una mayor rapidez en la tarea. Al acabar la manada, se depositaba ésta sobre el rastrojo en pequeños montones o gavillas.

– ¿Qué son la estaya y la chaviadura? – le interrumpe Casqui.

-La cuadrilla -nadie podía quedar rezagado- emprendía la siega llevando una franja de cereal hasta alcanzar el extremo de la propiedad, finalizado este frente se iniciaba otro y otro, hasta concluir la tierra. Cada una de estas tiras era lo que llamábamos estaya -replica nuestro buen amigo, y agrega: cuando el segador completaba el puñado, lo liaba fuerte y ágilmente mediante varias de sus pajas y el conjunto así fijado lo adhería al pulgar con la ayuda de ellas y proseguía sin descanso la siega hasta completar una nueva falcada. En esto consistía la chaviadura.

Al concluir la tierra, las mujeres y chavales tomaban las gavillas de tres en tres y formaban un solo montón, que los hombres ataban hábilmente con la garañuela, en el caso del centeno, y con el vilorto, en el del trigo o cebada.

La garañuela – prosigue el tío Conia- era una especie de lía que se construía con un haz de pajas extraídas de un manojo y a las que se igualaba por la base de las espigas con la ayuda de los dedos pulgar e índice semicerrados. Si la mies era trigo o cebada se utilizaba, por ser de menor talle, el vilorto. Con anterioridad, se ponía a remojo un cuelmo, de él tomábamos dos puñados de pajas que,  una vez igualados, cruzábamos por la zona de las espigas dándoles un nudo, y concluíamos el vilorto retorciendo sus haces con la ayuda de ambos brazos. Se solían preparar los vilortos el día anterior y se conservaban humedecidos hasta el momento de su uso.

El atador emprendía la labor introduciendo la garañuela bajo el manojo, próxima a la zona del corte, con su mano derecha y, asiendo aquella fuertemente tras las espigas con su izquierda, lo abrazaba aproximándole el otro extremo de la cuerda con su derecha, lo apretaba con un golpe seco de su rodilla derecha y concluía rodeando el cuello de la garañuela e introduciendo el resto del cordel bajo ella. En el trigo o cebada, se extendía el vilorto en el suelo, sobre él se ponían las tres gavillas y el atador realizaba el ligado de un modo semejante al anterior. Al final se agrupaban los manojos en un lugar de la finca en filas, si necesitaban un más completo secado, o en la morena.

 

Segadora-atadora en Chana de Somoza

En el final de los sesenta se fue introduciendo la segadora tirada por la pareja de vacas o el caballo que solo cortaba el cereal y lo iba dejando en montones que luego atábamos manualmente.  Poco tiempo después, fueron llegando las segadoras atadoras, ya mecanizadas, que daban más rapidez y hacían más leve el trabajo.

Al dar por finalizada la siega de la cosecha, había que preparar la era y darle una buena limpieza con escobas de codeso. Así dispuesta, ya se podía dar inicio al acarreo. Dos personas (ordinariamente el matrimonio)  llegaban a la finca con su carro, lo arrimaban a la mies y procedían a su carga. La esposa, sobre él, situaba los manojos que le iba proporcionando el marido, primero con la mano y posteriormente, a mayor altura, mediante la forcada. Cuidaba ella de que los haces quedasen bien colocados, adelante y atrás, con las espigas hacia el interior. Una vez el carro completo, había que amarrar bien el conjunto: el del suelo lanzaba la soga a la cima, la mujer, desde la parte delantera, dejaba caer la lazada hasta que él la alojaba en el extremo inferior del brazo de la varilla, ella, después de tensarla, se la ofrecía en el otro costado para que la fijase bajo el verdugón, y terminaban situándose en la parte de atrás para repetir la misma tarea. Los dos, ya en el suelo, procedían a completar la sujeción desde la parte delantera: el marido tiraba fuertemente de la lía mientras ella, tras él, la retenía; se trasladaba el primero al lado opuesto donde la tensaba desde el brazo trasero y adonde la compañera acudía para repetir su labor. Finalizaban en el otro flanco de igual forma, conseguiendo que carro y carga fuesen una sola unidad.

 

Acarreo en Chana de Somoza

Había que emprender el viaje a la era y a veces los caminos podían jugar una mala pasada: el carro se volcaba. Para evitarlo, al llegar a un tramo de camino desnivelado, el acompañante desde el lado más alto de la vía agarraba la soga y compensaba con su fuerza el posible volqueo. Ha llegado el carro a la era, la mujer u otra persona trepaba y desde él iba dejando caer los manojos, que uno de los hijos acercaba a su padre y éste los colocaba en círculo, muy apretados, con las espigas hacia el interior. De este modo, carro a carro,  se iba construyendo la meda, que al final del acarreo se  remataba con una boina de manojos con las espigas hacia el exterior, para evitar que penetrara el agua ante una posible tormenta. El trigo y cebada, como la cantidad cosechada solía ser menor, se colocaba en morenas.

 

La era: maja y trilla

 

¡Qué hermoso atardecer! El tío Conia se encamina a las eras en busca de esparcimiento y aire fresco después de la fuerte tormenta. Los veraneantes, recostados sobre la pared de la cortina del señor Carraza,  lo ven llegar. En esto, una voz cariñosa sintió que le decía: “tío Conia, acérquese, acomódese con nosotros y participe de nuestra charla”.

– ¡Qué linda y encantadora tarde! – comenta el tío Conia mientras se sienta lentamente en el banco, y añade: corren ráfagas suaves de olor a tierra húmeda.

– Es una delicia disfrutar de su palabra y saborear las vivencias de antaño – manifiesta radiante Casqui.

-¡Qué trabajos aquellos! – afirma con nostalgia el anciano y agrega risueño: hoy os voy a hablar de las faenas de la era, tan trabajosas y, al mismo tiempo, tan alegres.

Una vez finalizado el acarreo se abordaba la maja del centeno. Desde antiguo, hasta los años cincuenta, se desgranaba el cereal utilizando el porro.

En la maja de cada vecino nos juntábamos los familiares y amigos en las  típicas “cuadrillas”; así hacíamos el arduo trabajo más liviano, más breve y… hasta divertido.

En las primeras horas del día, la familia organizaba minuciosamente la faena: barría la era, preparaba los enseres de trabajo necesarios y -no podía faltar- acercaba a la sombra de la meda las viandas del refrigerio de media mañana.

Emprendíamos la labor con la apertura de una grieta en la meda sacando los manojos, se liberaban de su garañuela y los tendíamos en el suelo en una tira larga y ligera, sobre ella una nueva cuidando de no taparle las espigas, y otra, y otra… hasta conseguir una capa rectangular de unos 30 m2: el irao.

Seguidamente, extendíamos frente a él, con las espigas enfrentadas y a unos dos pasos, el otro irao.

Después de un tiempo de exposición al sol, los majadores nos introducíamos descalzos en el irao, nos colocábamos en dos filas (dos, tres o más parejas) separadas un par de metros, unos frente a otros, y comenzábamos el trabajo. Los de un flanco y los del otro, alternativamente, asíamos la manuecra con fuerza e impulsábamos el porro hacia arriba por nuestro costado derecho. Cuando el mayal[1] alcanzaba la cima sobre nuestra cabeza, animábamos su caída hasta lograr, al unísono, un golpe plano y seco sobre las espigas, que sorprendidas, como estremeciéndose, entregaban la apreciada semilla, y ésta, viéndose en libertad, saltaba altanera y gozosa por doquier. A continuación, dábamos un pequeño paso a nuestra derecha, repetíamos la faena y otro, hasta alcanzar el final de la tira. Retornábamos al inicio, nos situábamos en la franja contigua, la majábamos, volvíamos a otra, y a otra… hasta el final del irao. Era la ralva.

 

Maja a porro

Había llegado el momento de permitirnos un merecido descanso. Nos retirábamos a la sombra de la meda, emprendíamos una animada y placentera tertulia mientras buscábamos con entusiasmo el barril: ¡qué delicia  de vino fresco!

En este instante, las mujeres y demás partícipes accedían al irao; había que darle la vuelta para completar el trabajo por la nueva cara y conseguir el desgranado completo de la mies. Se ubicaban en la última tira libre, tomaban la paja machacada, la volteaban -la cara de abajo ahora hacia arriba- y la volvían a depositar, pero con las espigas orientadas al revés. Hacían lo mismo con la fila siguiente, la recolocaban sobre la anterior sin tapar sus espigas, y así hasta rematar la labor.

Es entonces cuando los mayadores debíamos abandonar la tregua y retornar al irao; era el momento de la bima: había que regresar a majarlo en la nueva posición. Al finalizarlo, volvíamos a gozar de un corto respiro antes de afrontar el  otro.

Cuando estaba completa la maya, mozos, mozas y chavales acudían presurosos a retirar la paja golpeada hacia un montón al lado, el bálago, en medio de empujones, chanzas y jarana. Luego, las mujeres, primordialmente, retiraban las espigas sueltas y brozas mayores con las baleas a un lugar cercano, al espigaño. Ahora eran los rapaces y mayores quienes, con el rastro de madera y sus dientes hacia arriba, empujaban el grano hacia el centro, entre los dos iraos, donde se iba formando un montón alargado, la parva.

Las señoras y otros, estando ya libre el irao, repetían en él la extensión de la mies ayudadas por los chavales, que les acercaban entre jolgorios los manojos desde la meda. Al concluir, acudían también a la sombra: había que disfrutar de una bien ganada pausa y de una tentadora cháchara, además de  un buen trago de agua fresca de la barrila: la garganta lo agradecía.

Los majadores acudíamos al otro irao para repetir el trabajo, como lo harían los demás participantes con el suyo, más tarde. Así, la meda, poco a poco, iba menguando, hasta que desaparecía. Los mozos y rapaces prestaban especial atención a los últimos manojos, donde encontraban muy frecuentemente cobijo los ratones. Los más prestos, asiéndolos por la cola, los arrojaban a las mozas y chiquillas entre burlas, gritos y jaranas.

 

Aventado del grano

Cuando  concluía la maja, el grano lo juntábamos en un gran montón, el muelo, esperando que se despertase el viento y lo liberara de polvo, semillas y motas. Con frecuencia, al atardecer, aparecía una suave brisa que permitía a los labriegos, ayudados de la pala de madera, arrojar a lo alto pequeñas porciones de la mies, muy dispersas, esperando que el soplo del aire se llevase, gozoso, la puisa. El dueño, estando el grano en la era, no lo abandonaba, dormía en ella acurrucado en el bálago para evitar su hurto. De madrugada, con un poniente más intenso, reanudaba el aventado del cereal hasta su conclusión. Con la mies limpia, procedíamos a su envasado en quilmas con la ayuda del cuartal, las subíamos al carro y, a continuación, las trasladábamos a casa, a la panera.

La paja del bálago, a medida que el tiempo lo iba permitiendo, sin prisas, la colocábamos en haces a dos caras, los atábamos con el vilorto y obteníamos las mañizas. Éstas se trasladaban a casa y se colocaban en las teinadas de las cuadras, sobre las vigas. Esta paja, a lo largo del año, la íbamos cortando en pequeños trozos mediante el serrete para el mullido de las cuadras o, mezclada con el heno, para alimento de las reses. Algunos vecinos la paja del bálago o parte de ella la trillaban un poco, la abalagaban, para que fuera más fácil el mullido o su mezcla con la hierba seca.

Los vecinos que tenían tejados de sobera seleccionaban la paja más  sana y larga del bálago y la iban colocando en un nuevo montón, el colmeiro. A continuación, tomaban  de él pequeñas porciones, las dejaban caer varias veces en vertical sobre el suelo, con sumo cuidado, para que se igualasen por su corte. Cada puñado, así igualado, se iba depositando en pequeñas pilas que posteriormente atábamos con vilortos. Estos pequeños manojos, que llamábamos cuelmos, los llevábamos a casa y los recogíamos para techar las cubiertas.

A finales de los cincuenta, el porro fue dejando paso a la majadora –las Ajuria[2]-. Se colocaba al lado de la meda, con la boca hacia ella; el motor enfrente, algo alejado, los dos unidos mediante una larga correa, bien tensada, que le transmitía a la primera el movimiento. Ambos se fijaban sólidamente al suelo con fuertes barrotes.

También trabajábamos en cuadrillas. Los rapaces y algún mozo trepaban a la meda y, desde ella,  acercaban los manojos a la máquina, un mayor cortaba la garañuela y otro –a menudo el maquinista- iba introduciendo el cereal pausadamente en ella bien suelto y extendido para evitar el embozado. En el suelo, mozos y chavales trasladaban la paja al salir de la máquina hacia el bálago, otros retiraban con rastros el grano esparciéndolo sobre la pradera y las mujeres, con las baleas, apartaban las espigas y restos de paja  hacia el espigaño. El cereal, libre de las impurezas mayores, se iba acumulando en el muelo.

Al final de la maja había que realizar un barrido más intenso de la era, así nos hacíamos con una buena porción de centeno extraviado, aunque con bastante suciedad. Como decíamos más arriba, ahora tocaba esperar al dios Eolo que nos permitiese liberar el grano de la broza.

En muchos pueblos ya se disponía de la aventadora, movida manualmente. Un operario introducía en su trimuya el cereal mientras otro la movía mediante la manivela. El grano limpio caía por un canal hacia la quilma y por otro, salía lo menudo y el cisco: la puisa.

Cuando concluíamos la meda había que trasladarse a la de otro propietario. Si estaba cercana, lo hacíamos a mano empujando la máquina y el motor, provistos de ruedas; pero si nos desplazábamos a otro pago, los debíamos subir al carro y, una vez bien inmovilizados, realizábamos su traslado.

 

La trilladora

Una década después llegó la trilladora, la faena se hizo más rápida y menos fatigosa: el grano se envasaba al salir de la máquina y se trasladaba a la panera. Ya no era necesario dormir en la era. La paja quedaba triturada en un enorme montón: se acabaron las mañizas.

-¡Qué duras eran las faenas de la maja! – comenta Chirri.

– Bueno, se afanaba mucho e intensamente, pero también eran momentos de jolgorio, de cantos y de chanzas – replica el tío Conia.

– Ahora, antes de hablaros de la trilla, permitidme que os cuente  una anécdota divertida que muchas veces oí en casa –  añade el anciano, mientras lo celebra con una placentera sonrisa.

Contaba mi madre que el ti Carrafe – así apodado por su muletilla preferida- era un hombre tullido y de marcha dificultosa: le fallaban las piernas; pero muy astuto y resuelto. Su casa disponía de una portada de piedra moraliza elegante, bien trabajada, con puertas carretales. A la salida, en su lado izquierdo, había mandado colocar un poyo de la misma piedra que le permitiera auparse a la caballería.

Cierto día, ha de emprender viaje a Astorga. Como al entrar en la ciudad tenía que presentar la mercancía en el fielato y abonar los derechos por ella, colocó en las alforjas unos gajos de tojo. Al amanecer, montó en el pollino, tomó el ronzal y, arreando el borrico, emprendió la marcha.

Al acceder a la villa, el funcionario se interesó por los artículos que traía. Él, mientras se disculpaba por la dificultad de apearse, le espetó:

– ¡Por favor!, meta la mano en las alforjas y compruébelo.

– Pero… ¿qué trae usted aquí? – contesta agitando la mano con dolor.

– ¡Carrafe! Traigo unos gajos para calentarme de vez en cuando durante el largo viaje – replica él.

¡Qué ocurrencia más pícara y burlona! – estallan los presentes entre carcajadas.

Después de este esparcimiento, retorna a la era nuestro amigo.

El trigo y la cebada, que se cosechaban en menor cantidad, se trillaban totalmente. De mañana, con la era bien limpia, íbamos acercando desde la morena al centro de ella los manojos, le cortábamos los vilortos y los extendíamos formando un círculo grande: la trilla.

Posteriormente, cuando el sol ya había calentado la mies (días de mucho calor, los mejores días de trilla) colocábamos uno o dos trillos sobre ella y los uníamos  mediante el calamón al yugo  de la pareja. Una persona, la mujer o un rapaz, de pie sobre el trillo o sentada en una banqueta, animaba con la guiada a la yunta y  emprendían la faena: vueltas y más vueltas sobre la mies. Así, con sus piedras y sierras cortantes, el trillo conseguía desmenuzar poco a poco la paja y liberar el grano. Cada cierto tiempo, uno o más operarios –generalmente el marido y uno de los hijos mayores – daban la vuelta a la paja con forquetas de madera de dos dientes, mientras era larga y, cuando ya iba triturada, con la bilda. El guía del trillo debía tener especial cuidado de que no cayesen las heces sobre la trilla y la ensuciaran. Para evitarlo, disponía a su lado de una pala o caldero que colocaba de inmediato bajo la cola del animal cuando sospechaba que se iban a producir las deposiciones: moñicas o cagajones.

 

La trilla en Chana de Somoza

Cuando la trilla estaba bien triturada -hecha decíamos- era el momento de juntarla. Una vez que trasladábamos el trillo al exterior, le quitábamos el calamón y lo situábamos tumbado sobre el borde de ella. A continuación, uníamos  sus extremos a la trasga del yugo mediante la soga; los chiquillos se colocaban de rodillas o sentados sobre él y así, asidos unos a otros y a las cuerdas, esperaban con impaciencia y regocijo que la persona dirigente animara la pareja y dijese con la guiada: ¡Arre, arre; Pulida, Morena! El guía, cuidando de que la paja quedara en el diámetro de la trilla, detenía las vacas y las hacía retroceder; los chavales, mientras, volvían a situar el calamón en el orilla. Se repetía la tarea hasta lograr el arraste de todo el cereal conseguiendo así un montón alargado, la parva. Seguidamente, el resto, lo más menudo, lo barríamos hacia otra parva cónica, en uno de los extremos de la primera.

 

La trilla en Luyego

Ahora había que esperar a que apareciese el viento que nos ayudase a apartar el grano de la paja. Si no hacía su presencia, nos veíamos obligados a  pasar la noche en la era, como escribíamos más arriba. Cuando aparecía el poniente, desde dos o tres puntos de la parva se lanzaba a lo alto con el bildo la mies, el grano, más denso, caía y la paja, más ligera, era arrastrada depositándose algo alejada. Una vez que conseguíamos tener limpio el cereal, se envasaba y recogía en sacos y fuelles y éstos, colocados en el carro, se llevaban a la panera.

Llegaba entonces el momento de arreglar la carreta para recoger y trasladar la paja triturada sin que se cayese. Le poníamos los varillones forrados en su interior mediante mantas viejas y los cierres delantero y trasero hechos de los mismos materiales  y colgados a modo de cortinas de sendos palos apoyados y asidos con vilortas en los brazos de aquellos.

 

Cargado de la paja trillada

El carro, así preparado, lo conducíamos a la era, lo aproximábamos a la paja menuda y procedíamos a su carga con la bilda. Había que procurar al inicio que las mantas descansasen sobre las tablas de la base. Así, uno arriba, distribuyendo la paja y pisándola, y el otro abajo, ofreciéndosela, íbamos llenándolo poco a poco. Posteriormente, nos dirigíamos al pajar, lo descargábamos y retornábamos a la era en busca de un nuevo viaje.

Al final, hacíamos una limpieza más a fondo. Se barría de nuevo la era, el montón ahora conseguido se aventaba y se concluía separando las semillas del grano cribándo el conjunto con la ayuda de cerandas.

Como en la maja, en las labores de la trilla había que refrescar también de vez en cuando las gargantas calenturientas por el duro trabajo. No podían faltar en la sombra las barrilas  con agua fresca y el barril o la bota con un buen vino.

 

VOCABULARIO

 

Abalagar: moler la paja majada a media trilla para facilitar el mullido o la mezcla con el heno.

Asucar: preparar la tierra de patatas o remolacha en surcos grandes para el riego.

Balea o balco: escobón de ramas de humeiro o abedul para retirar las espigas sueltas y motas de  paja después de haber majado.

Bilda (bielda): forqueta de madera para dar la vuelta a la trilla y cargar la paja menuda, compuesta de un palo largo o mango, que finaliza con dos atravesados de unos 30 cm, unidos en sus extremos con sendas tablillas, a modo de rejilla, y provisto el último de ellos de seis dientes planos.

Bildo (bieldo): instrumento para aventar compuesto de un mango largo encajado en otro corto, de unos 25 cm, que lo atraviesa, y este provisto de cuatro dientes planos.

Bima: segunda labor de la arada y de la maja.

Cabía: clavo cilíndrico de hierro terminado en una argolla, para fijación de la tiba, del calamón u otro apero de labranza.

Calamón: palo largo de madera con un agujero grande en un extremo, donde se articula con el peón del trillo, y que, después de una gran curva, se prolonga, más estrecho, y con tres o cuatro agujeros al final donde en uno de ellos se alojará la cabía.

Chaviadura: atadura del puñado segado y completo con varias de sus pajas, que adherido al pulgar valiéndose de ellas, permitía proseguir la siega hasta completar una nueva falcada.

Coirambre: conjunto de correas de cuero, como ligamentos, que mantenía unidos y articulados las partes del porro, manuecra y mayal.

Cortina: huerta murada y de secano dentro del pueblo donde se plantaban repollos o sembraban nabos, patatas o ferraina para forraje.

Cuelmo: manojo de paja majada y escogida para la fabricación de vilortos o también para techar las soberas.

Cuartal: medida de capacidad usada para medir y envasar el cereal equivalente a 10,5 kg y unidad de medida de  extensiones en el campo.

Espajar: escoger las mejores pajas majadas de centeno por su longitud para hacer cuelmos.

Espigaño: montón de espigas vacías o no de grano y pequeñas motas de paja que se obtenía en la maja del centeno.

Estaya: zona o tira de cereal llevada por la cuadrilla de  segadores en la siega.

Facendera: reunión de propietarios para realizar un trabajo comunitario.

Forcada: horca de dos o más dientes metálicos o de madera con los que los labradores acumulan las mieses, la hierba o la paja y  las echan en el carro.

Fuelle: Odre de piel de cabra u oveja que sirve para contener grano o harina.

Gavilla: montón de tres manadas depositado en el rastrojo durante la siega del cereal.

Garañuela: haz de pajas de centeno que se sacaba del manojo y, que igualadas por las espigas, se usaba para atarlos.

Guiada: aguijada.

Irao: extensión de la paja de los manojos en la era, de forma rectangular, con las espigas en la superficie, preparada para su maja.

Luria: soga

Manuecra, mañueca o manueca: mango del porro.

Mañiza: haz de paja majada atado a dos caras mediante el vilorto.

Mayador: persona que maja el centeno.

Maya: maja del centeno.

Mayal: palo, que unido a la manuecra por medio de la corambre, golpea y desgrana el centeno dando golpes sobre él.

Meda: construcción hecha en la era con los manojos de la mies, dispuestos en forma trococónica, y coronada por otra cónica, a modo de tejado, para evitar el calado del agua de la lluvia.

Medeiro: montón de mañizas.

Moñica: boñiga.

Moño: filigrana conseguida en el momento en que manuecra y mayal estaban en vertical en la maja.

Morena: montón alargado de manojos en la finca o en la era, construido con las espigas hacia el interior y rematado por otros a modo de tejado para evitar que el agua de lluvia la penetrara.

Muelo: montón de grano sin limpiar obtenido al final de la maja.

Parva: montón que se hace en la era con el grano sucio después de majado o con la paja de trigo o cebada trillada y preparada para aventarla.

Peón: palo cilíndrico insertado en el travesaño delantero del trillo y al que se acoplaba el calamón.

Puisa: cisco menudo que arrastra el viento al aventar el vuelo.

Ralva: es la primera labor  de la arada y de la maja.

Serrete: útil hecho de una hoz con el extremo del mango doblado en forma de u invertida por donde se acoplaba y fijaba a un poste y empleado para cortar paja y hierba para el ganado.

Sobera: tejado de paja.

Suco: surco

Tenada o teinada: techo de palos sobre las vigas de las cuadras.

Tiba: arado romano de madera usado en Maragatería.

Trasga: objeto de hierro en forma de u, cerrado en sus extremos con un eje de madera, que cuelga del yugo y donde se introduce el cabo de la tiba y del calamón y se fija con la cabía.

Trimuya: tolva de la aventadora o del molino.

Varilla: Cada una de las piezas laterales de la caja de los carros constituidas por dos piezas verticales (brazos) y varias tablas ensambladas en ellos. Los brazos se encajan en los huecos de los verdugones.

Varillones: Varillas altas con las tablas separadas.

Verdugón: Pieza horizontal de madera sobre la pértiga de carro, con dos huecos en sus extremos, donde se alojan los brazos de las varillas.

Vilorto: doble conjunto de pajas retorcidas  de centeno, contrapuestas y unidas en la zona de las espigas con un nudo, que se utilizaba para atar los manojos y mañizas.

Vilorta: Aro hecho de una vara de mimbre retorcida que sirve para sujetar las piezas del carro.

Zaya: Canal de aporte de agua a los molinos y de riego de prados y huertas.

 

BIBLIOGRAFÍA

 

Antonio Pérez Sierra: Estampas Maragatas de Ayer y de Hoy. León, Edilesa, 2001.

Isabel Botas San Martín: La Maragatería. Vigo, Cuencos Literarios nº 60, Ediciones Cardeñoso, 1990.

Cristina Bernis: La Maragatería. Pasado y Futuro del Mundo Rural. Madrid, Libros de la Catarata, 2014.

Antonio Martínez Alonso y Cristina Bernis: Maragatería, sus costumbres y la vida de un maragato. Ayuntamiento de Astorga, Asociación para el Estudio de la Ecología Humana, Gráficas CELARAYN, s.a. 2013.

Maximiliano Arce Simón: Memorias de un maragato. Zamora, Ediciones Montecasino (Benedictinas), 2010.

 

 

[1] La rotación se conseguía mediante la coirambre.

[2] En el valle del Duerna tuvieron majadora Heriberto Lera de Molinaferrera; majadora y luego trilladora,  Belarmino de la Fuente, también de Molinaferrera, con Marcos y Alejo Martínez, de Chana, y Antonio Carrera, de Lucillo, como maquinistas; trilladora las hermanas Victorina y Laura Fuente   con Paulino Arce como maquinista, de Villalibre de Somoza, y  Magín y Arsenio en Luyego y Lagunas de Somoza. En el valle del Turienzo trabajaron con ambas máquinas Antolín de Murias y Aurelio Fernández de Andiñuela.

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